El creador creado: Rabinandrath, un poeta en el camino.

Autor: Memo Ánjel
26 mayo de 2019 - 09:09 PM

Fui invitado a la fiesta de este mundo, y así mi vida fue bendita. Mis ojos han visto, y oyeron mis oídos.

Rabinandrath Tagore. Gitánjali.

Medellín

La creación de la poesía

Los poetas, que son pocos, aunque haya multitud de muchos que lo intentan, se caracterizan por ser de ninguna parte. Como el aire, el polen, la luz y las estrellas de la noche; las sombras, las tardes y los pájaros, van por ahí entrando en las palabras para descubrir lo que nadie ha dicho. Y en este asunto (que la palabra contenga en sí muchas otras, incluso que ella se tenga que crear como palabra), los poetas son siempre viajeros que penetran en el misterio, que es lo que no se sabe; que es amplio y se extiende y se contrae. Y en esos viajes, largos o cortos (algunos incluso dentro de una misma habitación), las palabras tienen que ver con la vida que fluye y que, como en el río que propone Buda, crea sus meandros y brazos, sus puertos y playas para al fin desembocar al mar, que siempre es la imagen del tiempo en movimiento.

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Sin gobierno de los hombres (todo buen poeta es un anarquista, igual que los goliardos), la poesía es una nova, esa estrella que aparece en algún espacio no previsto. O es también un agujero negro que lo absorbe todo para transformarlo y volverse otro cuerpo, lo que incluye incluso la negación de lo sabido, como dice la filosofía zen. Quizá por esto los poetas son peligrosos: los totalitarismos los persiguen o los fusilan (como a García Lorca), las democracias los incluyen en listas negras o los vuelven malditos (como a Charles Baudelaire o Arthur Rimbaud) y en las monarquías hacen de bufones, los queman o los ahorcan, aunque algunos escapan de todo esto como François Villon, que se hizo humo. Como era ladrón, pendenciero y algo mago, es posible que fuera un diablo.

Pero hay poetas que tienen la habilidad de decir las cosas para que lo más simple quede comprometido con el hecho de estar vivo, esto que no niega el rey ni el dictador, el demócrata ni ese que está flotando. Estos poetas usan palabras que acarician como una buena amante, que prenden y apagan como las luces de un cabaret, que son frescas para la sed y hasta bailan para que nuestros sueños no sean tan horribles. O sean horribles, pero ya conocidos y por eso amigos. Esto pasa con Fernando Pessoa (que fue un poeta que viajaba de un yo a otro de sí mismo) y con Konstantino Kavafis, que define muy bien que la cuestión no está en llegar sino en recoger en el camino. Pasa igual con Jorge Luis Borges y sus espejos para mirarse; y con Omar Jayam, que se cantó entre vinos y mujeres, decantándose en cada verso.

Primavera en la Ventana de William Rothenstein

Tagore, poeta de la libertad, entregó lo recibido en el Premio Nobel a sus amigos, como el pintor inglés William Rothenstein, autor de Primavera en la mañana de un cuarto.

Pero entre los poetas hay uno que se hizo parte de la creación, que fue agua y aire, sol y noche, montaña cambiante y sabor de la naranja y olor del limón, partícula del calor y gota de la lluvia. Y al tiempo fue muchacha y labrador, maestro y alumno, Dios mismo (porque lo creó), tejedor y vendedor de perfumes en alguna calle de Calcuta, compañía y soledad, Brahmán y traductor se sí mismo, lo que implica ser un alquimista. Se llamaba Rabinandrath Tagore y miraba como si estuviera en otra parte, igual que un cometa entre las estrellas. El premio Nobel de Literatura (1913) lo recibió como se recibe una naranja, para compartir el jugo entre sus amigos, en especial el pintor inglés William Rothenstein, que había pintado la llegada mañanera de la primavera en el interior de un cuarto.

Gitánjali

Esta palabra traduce ofrenda lírica, pero podría ser más: dar desde las emociones más profundas. Pero no es solo un ramo de flores perfumadas (el azahar de los naranjos agrios) ni un hojaldre azucarado para morder a dos labios. Es, me atrevo a decir, un dejarse acariciar, un esperar la caricia, un renovar la caricia en cada lugar. En la traducción que leí, proveniente del inglés y no del bengalí, hecha por Zenobia Camprubí y pulida por Juan Ramón Jiménez (la primera que se hizo al castellano), hay una nota que dice, con relación a las palabras traducidas: “¿Serán ellas suficientes para que tu Dios se venga a oír tu corazón al cielo de nosotros?”.

Gitánjali, palabra que suena como el vibrar de una cuerda, es una obra compuesta por 103 poemas en prosa. Este número es interesante, porque por guematria (sistema de reducción numérica de los cabalistas), da 4 (1+0+3=4). Y cuatro son los puntos cardinales, las estaciones, los vientos de los navegantes ciegos, los estados entre el nacer y el morir, los cuatro miembros, los dos ojos y los dos oídos, los cuatro estados del día que contienen a la noche, la frase (sujeto, verbo y predicado) sostenida por el tiempo, las miradas de las mujeres (la del amor, la de la preñez, la de la que contiene el mal de ojo y la de aceptar, que la hace sabia). Y quizá esto sea Gitánjali, donde una muchacha espera, a veces cubriéndose la cara con la falda, viendo y oyendo, y separando las habas de las lentejas, y estas del arroz y este del sésamo, como dice Buda que hay que hacer para que la vida sea limpia y el error no llegue. Y en esa operación de separar, se debe estar libre de las palabras habidas, como recomendaba Confucio.

Gitánjali es la narración del creador creado, del que descubre el camino que lleva a los orígenes, del ejercicio de la libertad, que es escoger a quién se obedece (como dice Ludwig Lewinsohn, en La identidad judía). Una libertad creadora, capaz de renovar el mundo a partir de sus contenidos más simples y redescubrir (o crear) al Creador del Universo, que ama a los seres cuando están dormidos. Así, la libertad es un crearse a sí mismo en analogía con lo existente: no estoy solo, me acompaña la soledad, el bullicio de la calle, el cielo arriba, el calor del aire, el viento visajero, la piel que deseo, la boca que habla, los ojos que ven, los oídos que oyen y estimulan la imaginación, las palabras que digo para que lo dicho comience a existir (como decía Filón de Alejandría), lo que huelo y lo que toco. Nunca estoy solo, incluso esperando y sin rezar sino haciendo, pues lo esperado llega en quien trabaja la tierra y la cosecha, en quien teje y hace la tela, en quien toca la flauta y hace la música. Todo nos llega en el hacer y la tarea humana es ser un instrumento que hace armonía con otros, que desde su propio timbre colabora con la melodía y ritmo, sin salirse de lo creado que son las palabras-cosas de quien dijo hágase la luz y la luz se hizo, fluya el agua y en ella los peces, aparezca el firmamento y vuelen los pájaros, sean el hombre y la mujer y para serlo hagan que lo entendido sea mejor, pues sin obra la palabra creación no existe.

Gitánjali es un sueño compuesto por muchos sueños y estos, a su vez por cosas que se han hecho, unas llegadas desde la naturaleza y otras desde las manos, muchas desde las palabras del poeta y otras que son diamantes que apenas se hacen. Todo es un hacer y por esto la esperanza no es vana. Quien hace, espera y asiste al encuentro. Quien no hace, espera y su esperanza enferma.

Ofrecemos lo hecho, lo tangible, lo que tiene forma y es suave. Nos ofrecemos la vida para ser en ella. Tagore lo tenía claro: si la palabra no cobra forma, esa palabra ha nacido muerta. Y le gustaba la palabra soñar, porque la muerte le llegaría en el sueño, en la noche, en el silencio, que es cuando el creador creado quiere más a sus creaturas. Cuando ya todo está hecho y, sin arrepentimientos, salir ya no da miedo.

Rabinandrath Tagore

Era un Brahmán, alguien de la casta superior entre los hindúes. Y como Brahma construía mundos que Visnú sostenía y Shiva destruía para que hubiese renovación. Si nada cambia, eso que no cambia nos esclavizará y en la esclavitud nada existe, pues carece de movimiento. Esclavitud que ahora nos imponemos auto explotándonos, como dice Byung Chul-Han en su obra La sociedad del cansancio, y a la que le cae bien una frase de Tagore: “¡Necio, que intentas llevarte sobre tus propias espaldas! ¡Pordiosero, que vienes a pedir a tu propia puerta!”.

¿Si todo nos ha sido dado, por qué no somos libres? Nos dieron el día y la noche, el aire y el agua, las texturas y las formas, los colores y los movimientos, el espacio y el tiempo, las miradas y el habla, las mejores palabras (que definen lo que existe por su lugar y esencia), la capacidad de imitar y las palabras para construir los sueños, los hechos y los ejemplos. Si somos uno frente al otro y lo otro, ¿por qué persistimos en atesorar para ser esclavos del tesoro o de hacer cadenas para terminar encadenados a ellas?

Cuando Rabinandrath Tagore escribe Pájaros perdidos, sentimientos, texto que dedica a T. Hara de Yokohama, dice en uno de sus aforismos: “¿Quién eres tú, que me hostigas como el Destino? Tú mismo, montando sobre tu espalda”. Y con esto quiere decir que la libertad nace de nuestros despegos, que con lo poquito se viaja mejor y el camino es más amplio, que en cada cosa está la creación del creador, como bien decía Baruj Spinoza, aduciendo que para llegar a D’s primero hay que seguir sus huellas y entenderlas, igual que hacen los hanifun, esos buscadores de D’s en el Islam.

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Tagore era el poeta de la libertad humana (del hacerse humano), el hombre libre que iba por el camino maravillándose y haciendo preguntas con sentido, como esta que se hace en Gitánjali: ¿Por qué no atiendes a mis deseos? Porque no me has entendido, agregando después: si te desbordas sobre mí, seré tú. Y estaré en tus alegrías y tristezas, en lo simple y en tus actos. Si me has creado, yo te crearé también.

Brahmán, señor con dinero, escogido por los dioses de la India para ser un principal, Rabinandrath Tagore prefiere primero el mundo por lo que contiene y fluye. Y hace una ofrenda, la que hace ese que se sabe vivo y existiendo. Y que morirá en un sueño, que es cuando a uno lo acaricia al dios que se ha creado.

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