Egan Bernal es un gran campeón pese a que los colombianos siempre le buscamos profundidades científicas y peros a las victorias y no sabemos disfrutar.
Egan Bernal ganó el Tour de Francia. Incluso omitiendo la gran afición que he tenido toda mi vida por el ciclismo, no me cabe duda de que es el máximo triunfo deportivo que un colombiano ha logrado en la historia.
Y bueno, se supone que los triunfos alegran. Alegran a quien gana, a sus familiares, a sus amigos y a sus coterráneos. ¿Por qué? Pues porque sí, porque así somos los humanos, porque es muy bueno pasar bueno. Así funciona eso, es simple, natural y hasta lógico para muchos y, ante todo, repito, es simple: debe ser simple como las cosas buenas de la vida.
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Pero en Colombia estamos y colombianos somos. Como una polvareda explosiva se ha levantado una serie de opiniones buscándole punticos a la camiseta amarilla. Hurgando, sacándole pelos a la bicicleta, buceando en la vida del tatarabuelo de Egan para “probar” profundas teorías genealógicas, levantando las piedritas del frente de su casa y de la cuadra de enseguida para ver qué hay debajo, analizando la alineación de los astros cuando nació nuestro astrico, auscultado las bolas de cristal y la composición química de la sal de Zipaquirá. Toda una “cientificación” de Egan y de su entorno.
De manera sorpresiva arrancaron del pelotón expertos “eganólogos” que silenciosamente venían haciendo un doctorado en “Eganología” no sé en cuál universidad. Hablan comentaristas de ciclismo (lo obvio), pero también comentaristas de squash, tejo y tiro con arco del triunfo; columnistas como yo -mucho mejores-, médicos, ingenieros y chefs. Tienen derecho, ni más faltaba. Han entrevistado al papá de Egan, al abuelo, a la mamá, al tío, al descubridor, al primer patrocinador, a su primera bicicleta amarilla de los primos, a sus dioses, a la novia, a los vecinos, al alcalde, a la de los tintos y al de las caramañolas. Han invocado el espíritu de sus ascendientes, el del Zipa (no el del “indomable” Efraín Forero que está muy vivo), el de Bochica y el de Bachué.
Pero bueno, digamos que esos arribistas, esos trepadores como el campeón pero de otra manera, esos investigadores y esos sin al parecer oficio no hacen daño, son típicos y se dan silvestres en Colombia como los ciclistas. No hacen mal así exageren o inventen sus cuentos, tratados y elucubraciones dopadas. Allá ellos que hablan y escriben, y acá nosotros que escuchamos y leemos.
Lo que sí es patético son las discusiones que se han armado en torno a Egan porque sí y porque no y porque, ¿ajá? Los peros; las críticas tontas; los negros, lúgubres e inciertos vaticinios; las peleas por su origen; las comparaciones con otros ciclistas y con otros deportistas y deportes. Pululan los “politizadores” y polinizadores de polarizaciones.
¡Qué lío pues! El muchacho nos dio una de las más grandes alegrías que hemos tenido y fue -ha sido- ¡Troya!: Que qué problema por ser tan buena gente insiste Julito; que es demasiado joven para tanta fama; que se lo llevó el diablo porque ahora todos vamos a exigirle que gane siempre (destruyen la certidumbre del título con la incertidumbre futura, propia de toda la humanidad); que ahora no digan que fue el típico campesino pobre que surgió entre las penurias; que si la Orden al Mérito o la Cruz de Boyacá; que su triunfo es más importante que el de los tenistas; que el ciclismo es más que el fútbol; que miren que no es paisa; que merece ser el deportista del año más que fulana; que lo patrocina el rey del fracking; que si esto o que si lo otro. Y lo peor: las discusiones se dan a la colombiana, es decir, a muerte, con pasión, con dolo, con furia, con citas memorables y con sangrientos llamados a la cordura.
Otro ejemplo fue el de Nairo cuando ganó sobrado esa épica etapa en la última semana del Tour luego de haber sido dado por muerto. Antes que las manifestaciones de alegría y de admiración por el gran ciclista boyacense, primaron los “cómo les quedó el ojito”, los tapabocas marca Nairo Quintana, los “siento un fresquito” y los mandobles contra Landa, Valverde y su equipo, todo en contraste con las posteriores palabras de humildad y agradecimiento de Quintana. Es que vivimos a la enemiga como decía el maestro Fernando González, paisano de Roberto Cano Ramírez, el Sastre de Envigado. Gozamos sacado en cara, cariando, a la berraca como diría algún político. Nos perdemos ese reparador y grato sentimiento de felicidad por aflorar la amargura y la venganza boba.
Divisiones, polarizaciones, filosofadas, peros, comparaciones y trifulcas motivo Egan. ¿Por qué los colombianos no podemos gozar con simplicidad natural que es como se debe gozar? ¿Por qué le buscamos vainas a todo? ¿Será cierta incredulidad o pesimismo arraigados ante tanto sufrimiento histórico? ¿Será que cuando completamos el peso nos hace falta que le falte el centavo que casi siempre nos falta? No miramos el Tour de Francia sino el inalcanzable tour que cada uno tiene por dentro. Colombia solo saldrá adelante cuando bote la amargura interna.
El muchacho solo pedaleó, ganó y ya. Y le importa un pito semejante alboroto de buena, cortada, condensada o mala leche. Complejo de intelectualidad; falta de oficio o de lectores y de audiencia; quizás envidia de tantos dudosos literatos, comentaristas y estrellas de titulares porque un joven de 22 años les arrebata el estrellato nacional.
“¡Cómo somos de colombianos los colombianos!” leí en alguna obra de William Ospina, paisano del León del Tolima.