El presidente está convencido que “las guerras comerciales son buenas y fáciles de ganar”. El tiempo dirá si tiene la razón.
Desde hace varias décadas China se convirtió en la factoría que abastece de mercancías y servicios al resto del mundo, en particular a los Estados Unidos. Numerosos fabricantes se surten allí gracias a una mano de obra abundante que es remunerada con bajos salarios, donde no existen regulaciones para defender de los abusos a los trabajadores, no se protege el medio ambiente y los procesos productivos se han especializado. Unas ciudades dedicadas a la fabricación de zapatos, otras a los cordones y unas más allá a cordones y así sucesivamente.
Lo que anteriormente eran fabricas pujantes en los Estados Unidos donde la gente aspiraba a retirarse cómodamente, ahora son sitios que han reducido su tamaño sustancialmente, trasladado sus operaciones a México y China o cerrado por la incapacidad de competir. En otras palabras, una desindustrialización generalizada a costa de cientos de miles de trabajadores y empleados.
Mientras tanto, los empresarios que llegan a China quedan obligados a firmar acuerdos de “joint Venture” transfiriendo tecnología y limitados en su accionar por las barreras establecidas en un gobierno central que maneja rígidamente cada uno de los movimientos empresariales. Asimismo, Beijing se acostumbró a robar derechos de propiedad intelectual, chantajear a aquellos que pretenden llegar a su territorio y subsidiar a sus empresas, además de reprimir a sus ciudadanos.
Donald Trump ha decidido escalar el enfrentamiento con China subiendo las tasas arancelarias del 10 por ciento a 25 por ciento a productos provenientes de ese país por un valor de 200 mil millones de dólares. El presidente está convencido que “las guerras comerciales son buenas y fáciles de ganar”. El tiempo dirá si tiene la razón. Un arancel es al final de cuentas un impuesto que recae sobre quienes adquieren mercancías chinas haciéndolas más costosas.
De acuerdo con el analista económico Steve Rattner un incremento en los aranceles, equivale a mayores costos altos y menores niveles de empleo. Para una familia promedio de 4 personas el paso de un arancel en las importaciones del 10% al 25% le representa anualmente 767 dólares adicionales. En el mismo sentido, la economía perdería cerca de 900 mil empleos en el largo plazo.
China como potencia en ascenso no debe ser menospreciada a pesar de las dificultades que enfrenta: su crecimiento se ha reducido, su deuda crece, su población envejece, su fuerza laboral se ha contraído y muchos quieren emigrar. Es claro que derrotarla no es un reto menor. El Acuerdo Transpacífico, el convenio de libre comercio negociado por la administración Obama que hubiera servido como una estrategia para ampliar los vínculos económicos en la región, fue descartado por Trump en su primera de semana de gobierno.
Obsesionado por el déficit comercial con China, el primer mandatario en lugar de buscar alianzas prefiere hacerlo solo creyendo que con el mantra América Primero va a lograr ablandar al gobierno de Xi Jinping. Mientras la economía norteamericana siga demostrando signos de solidez y fortaleza y Donald Trump sea el presidente, la guerra comercial seguirá su marcha.
A China hay que mirarlo como adversario, alguien al que se busca derrotar y no como enemigo al que hay que destruir. Los Estados Unidos quienquiera esté en el poder debe cuidarse de que Beijing termine como enemigo. Pretender que los chinos se arrodillen a las peticiones comerciales nunca será posible. Eso sí, tarde que temprano tendrán que entender que ascender a potencia económica mundial y participe responsable en los asuntos internacionales es una obligación jugando limpio.