Lo ocurrido en Cataluña refleja cómo no se puede pretender solucionar algunos problemas políticos exclusivamente con el imperio de la ley.
Unas elecciones que han sido consideradas por la Unión Europea como un “asunto interno de España”, se convirtieron en la portada de diferentes periódicos de todo el mundo por cuenta de las agresiones policiales que pretendían evitar las votaciones del 1-O (1 de octubre) o el referendo catalán por la independencia. Las votaciones catalanas pasaron de ser un acto inconstitucional y no reconocido por casi ningún Estado, a la evidencia que los soberanistas necesitaban para alzar su voz a escala global y reclamar que España “no respeta la democracia”.
Por un lado, el gobierno español dirigido por Mariano Rajoy, del Partido Popular, ha negado que haya ocurrido un referendo en Cataluña y ha declarado la victoria del Estado de Derecho, “que actúa con todos los recursos legales ante cualquier tipo de provocación, y que lo hace con eficacia y serenidad”. Y por el otro, el President de la Generalitat de Cataluña, Carles Puigdemont, ha legitimado unos resultados en lo que han participado algo más de dos millones de personas (de los más de cinco millones del censo electoral catalán) y que han reflejado una victoria superior al 90% al sí por la independencia de Cataluña. “Hoy Cataluña ha ganado muchos referéndums –afirmó. Nos hemos ganado el derecho a ser escuchados, a ser respetados y a ser reconocidos. (…) Tenemos el derecho a decidir nuestro futuro”.
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Estas dos orillas, tan marcadas en ambos discursos, son las que han permitido que lo que parecía ser un problema casi cotidiano de España (las relaciones con Cataluña), se convirtiera en un punto de quiebre para el Reino ibérico y que llegara este momento, en el que los catalanes han estado más cerca de lograr la conformación de su propia república en los últimos años. Ya poco importa si más de la mitad de los catalanes no votaron en estas elecciones y si esa mitad no estaba de acuerdo con la independencia. La combinación de urnas, violencia y repercusión mediática ha inclinado la balanza, poniendo en riesgo la unidad de España.
Iñaki Gabilondo, quizá el más importante periodista español, ha declarado en su análisis posterior a la jornada que “ningún gobierno español va a poder dialogar en esas condiciones, porque la única materia sobre la que se va a poder dialogar es sobre el procedimiento de desconexión. Ha llegado ya, por tanto, el desastre, el desastre final. La ruptura con España ya es un hecho. Y el dolor, el dolor, el dolor, tremendo”. Ahora, el camino del diálogo, se ha cerrado a un solo tema por discutir.
Aunque no sería reconocida inicialmente por la Unión Europea y probablemente por otras organizaciones internacionales; aunque tendría enormes problemas para su administración –pues el camino hacia la independencia solo ha sido posible con la alianza de sectores catalanes que en condiciones normales no tendrían absolutamente nada en común–; Cataluña está a un paso de ser una república. Y España, a un paso de perder a una de sus regiones más prósperas y uno de sus símbolos principales ante el mundo.
Lo ocurrido en Cataluña refleja cómo no se puede pretender solucionar algunos problemas políticos exclusivamente con el imperio de la ley. El diálogo es parte vital del ejercicio de la política y la vida pública. Solo las palabras pueden construir lo que a la fuerza, con violencia y armas, nunca será posible.
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Nota de cierre: justamente, este último problema es el que tiene el actual Acuerdo de Paz, hoy respaldado por una mayoría parlamentaria que en unos cuantos meses, cuando cambie con motivo de las elecciones, puede darle un giro a todo lo avanzado. Solo el diálogo con aquellos que quieren dialogar y el entendimiento entre diferentes actores, lograrán que el proyecto que se ha comenzado, no se destruya sino que se fortalezca e, incluso, se mejore.