Nadie ignora que el Sur empieza del otro lado de Rivadavia. Dahlmann solía repetir que ello no era una convención y que quien atraviesa esa calle entra en un mundo más antiguo y más firme.
Jorge Luis Borges. El Sur.
La realidad
Esta palabra se estrella en la filosofía. Su definición no son más que deseos del autor que la define. Y se bien la realidad está ahí y nos contiene, antes que una real idea de las cosas es apenas un principio o un fin. No hay nada concreto, salvo palabras escritas siguiendo un orden gramatical, lo que no implica que este orden les otorgue un espacio real, aunque solo lo parezca. El sujeto es lo que existe (está vivo o presente) mientras la definición persista en no dejarlo salir de lo definido. La vaca es un mamífero que da leche y come hierba, tiene cuernos y dice muuu; preñada produce un ternero y su carne es comestible, por ejemplo. Salida de esa definición, ya la vaca no es. Si le agrego alas o trinos, manos en vez de patas, la vaca deja de serlo para la realidad, aunque sigue existiendo para la fantasía, en la que los seres son, aunque no acreditan ninguna existencia. De los unicornios sabemos cómo son y conocemos la manera de cazarlos (una doncella junto a un árbol, una señal que lo excite, un quite de la doncella a la arremetida de la bestia, y el unicornio se clava en el árbol), igual que de los dragones, que vuelan, lanzan fuego por la boca y sostienen el firmamento, como dice la leyenda china. Estos seres son imaginarios y hasta es posible que existan con otras palabras que todavía no conocemos.
En el asunto de lo que existe, pactamos, dotamos de nombre al sujeto (o al objeto) y este ya es algo que puede ser clasificado, medido, pesado, dotado de imagen y resultados según con lo que se contacte. Pasa igual con las acciones que ejecuta lo nombrado (los verbos que la hacen posible) y lo ponen en condición de relación: mugir-oír, pastar-comer, mover-parar, ordeñar-mamar, nacer-morir, dormir-despertar etc. Sujeto y verbo (lo que existe y hace) acreditan un lugar en la vida y, en esta, aparece el contexto. Dónde sucede y cómo (el por qué no lo sabemos) el sujeto acciona y está en un lugar. En el diálogo el Cratilo, en el que se analizan los nombres de las cosas, Platón intenta resolver el asunto de por qué se llaman así y no de otra manera, pero no le alcanzan las palabras. Quizá por esto la filosofía no es más que palabras encima de las palabras de Platón, excepto la de Baruj Spinoza y la de Friedrich Nietzsche. Para estos dos últimos, la realidad es una construcción. Para el primero sin desvíos, para el segundo a los martillazos, entre el orden y el desorden.
La realidad aparece cuando pensamos y pensar (que es algo muy distinto a recordar) implica hacerse preguntas y llegar incluso al absurdo (salirse de una lógica pactada), como pasa en el pil-pul, ese método talmúdico-rabínico en el que los argumentos no se agotan, debido a que todo es válido para buscar una verdad o atravesar otra. Vale la pena aclarar que este método fue prohibido debido a la cantidad de herejes que produjo. La realidad, entonces, es un pacto y este cambia según el último léxico (las definiciones ampliadas), como sucede en las ciencias, que entran en la realidad buscando principios y leyes dotando de certidumbre un hoy pero no un mañana. La realidad científica del siglo XIX cambió la de los siglos anteriores y esta, a su vez comienza a cambiar ahora. Sin embargo, esa realidad científica o tecno-científica no es la realidad (quizá sea una parte). La que se busca es qué soy, qué hago yo en este lugar y en el tiempo que me rodea. Y aquí entra Jorge Luis Borges, escritor argentino y al final de cualquier parte.
La realidad borgiana
Un buen escritor no se conforma con lo que hay: busca más. La buena literatura, que se alimenta de crónicas y falsificaciones, geografía, ciencias, fantasmas, palabras nuevas y viejas, gentes, costumbres y creencias, decía Hanna Arendt (luego de escribir Eichmann en Jerusalén), es la última palabra que se dice sobre algo. Es la realidad más completa pues contiene hechos probables e improbables, conjeturas y puntos de quiebre en los tiempos, que no son una continuidad sino un irse atrás, adelantarse o tomar el presente y revolverlo. Y esta literatura, que es amoral, cuenta lo que pasa sin hacer señalamientos, se interesa en descubrir causas. Y la causa es la realidad, pues lo demás son efectos.
Jorge Luis Borges, a quien lo maravillaba el tiempo, la eternidad y la memoria, se hizo muchas preguntas. Se comportó como un filósofo, aunque violando metodologías y cuestionando sacralidades. La filosofía es hacerse preguntas hasta que estas ya no aparezcan más. Y no quiere decir ser amigo (filia) de la sabiduría (sophos) sino saber qué existe (y nosotros en relación con ello) para no tener más dudas. Y sin dudas, destruir el miedo, lo cual sería la tarea humana: nos humanizamos perdiendo miedo y nos embrutecemos, ganándolo. Y ese miedo nos viene de estar aquí y ahora, en medio de muchas preguntas sin resolver.
Una pregunta que Borges se hace es quién soy yo y porque yo y no otro. Spinoza le habría respondido: porque eres fruto de un orden y de un conatus (persistir en ser lo que se es). Nietzsche, con su dolor de cabeza y aliento a salchichas, le habría dicho: en el desierto tendrás la pregunta. Pero Borges no está para discutir sobre ordenamientos ni posibilidades de ser un beduino. Él, simplemente, propone que uno es por su padre, su abuelo, su bisabuelo, su tatarabuelo, es decir, se es solo una parte de mucha gente junta en el tiempo. Pero esto no basta. También somos los lugares habitados, los libros leídos, las palabras escuchadas, las noches dormidas y sin dormir, los amores fugaces, las luces y las sombras, los espejos y los tigres (nuestros sueños), la ceguera amarilla y un potro que se mueve y se convierte en fuego. Pero, ¿si en lugar de una serie de eslabones y contactos, fuéramos el sueño de otro, el doble de otro, un tiempo en el pasado y un tiempo en el futuro?
Jorge Luis Borges, 1899-1986
En Las ruinas circulares, uno de sus cuentos, Borges plantea que somos el sueño de otro y que lo que hacemos y sentimos, es el teatro que el otro ha puesto en escena, soñando. Y hasta es posible que ese que nos sueña, sea a su vez soñado por otro y ese otro por otro (la metáfora es la caja china), un inicial, un primero que, si despierta, nos acaba en un abrir de ojos, pues destruye todos los sueños de los soñadores. Pero hay otra opción: qué tal que seamos inmortales (como ya lo decía Sócrates discutiendo en el diálogo El Fedón), y nacemos porque hemos muerto antes. Así que vivir es provenir de una muerte para, al momento de morir, entrar en un nacimiento y de esta manera, en el juego de opuestos (lo que hace que las cosas existan para poder ser definidas) morir-nacer-morir, volver a nacer, seamos un andamiaje circular que no se detiene nunca, lo que hace que nadie muera ni viva, sino que vive y muere pasando permanentemente de un estado al otro. En esta elucubración, lo acompañarían Buda, Pitágoras e Isaac Bashevis Singer, cada cual saltando matojos a su modo.
Pero si no fuéramos sueños ni inmortales sino sombras de otra sombra, como dice Píndaro en su canto, y en esa sombra, causa de una sombra anterior, proyectamos nuestra sombra para que otro aparezca y con su sombra cree a otro y… Lo que quiere decir que nos alimentamos de sombras y, a la vez, otros se alimentan de la nuestra y que esa sombra solo se detendrá cuando ya no haya nada que sombrear. Pero, y si no somos sombras sino memoria perenne y en esa memoria, a causa no olvidar, ya no pensamos, sino que nos repetimos hundiéndonos más en lo que somos y hacemos, pero condenados a no salir de lo memorizado, como le sucede a Ireneo Funes (personaje de Funes el memorioso), que todo lo sabe, pero no reflexiona sobre lo que sabe porque la memoria no le produce un espacio para el descanso (el olvido) y a lo último termina muriéndose nombrándolo todo, pero sin saber qué le pasó ni por qué se dieron las cosas. Supongo que esto le pasará a la inteligencia artificial.
Borges buzo
Desde una biblioteca leída y oída, desde los amigos y los tiempos en desorden que habitó (Perón lo retiró de su puesto como director de la Biblioteca Nacional y lo nombró inspector de gallinas y huevos en el mercado), Jorge Luis Borges buceó la historia, las conjeturas, sus orígenes, las lenguas misteriosas, los inicios de la cabalá, el asunto de ser Mesías y morir en el intento, la ceguera, la paciencia de Spinoza, los asuntos dantescos, la inmortalidad, el tiempo, lo que dijeron otros libros y lo que le faltó en los que escribió (leer Siete noches). Y en ese buceo, que fue una escritura cuidadosa que siempre tuvo presente los opuestos (manejaba muy bien el oxímoron, ese adjetivo que niega al que le sigue (pequeña grandeza, luminosa oscuridad, calor friolento, bella fealdad), pues sin lo que se opone la realidad tangible no es posible (al menos la que definimos). Y esa realidad, para que sea razonable, hay que sentirla: Ireneo Funes sentía la humedad de la que hablaba, el calor que había en el ambiente de su narración, el abandono de su personaje. Razón como sentir, fue una propuesta de Borges que no sé si él mismo practicó. Es posible, pues la palabra no existe solamente cuando se la pronuncia y escribe como es debido, sino cuando se la siente como parte de la definición y situación de uno. De lo contrario es una palabra vana, una mentira (aunque la mentira la siente el que la dice), un nombrar lo inexistente.
Los buzos se sumergen y nadan en un ambiente que no les es corriente, pues allí les falta el aire, la presión sobre el cuerpo es otra y lo que ven hay que calcularlo debido a la refracción del agua. Es una realidad contraria a la que está encima. Pero, si realmente fuera la realidad sumergida (como esa Catedral de Debussy) la más probable y no aquella donde hay aire y nos movemos, si nuestro destino es nadar y sabernos en unos límites más estrechos que nos permiten imaginar más… Si vamos de puerto en puerto, si la mejor tumba es el mar, si nuestros orígenes como bacterias o protozoos están en las profundidades… Bueno, leyendo a Jorge Luis Borges, que ya cumple 120 años de haber nacido, que nunca se ganó el Premio Nobel de Literatura, que escribió cuentos y ensayos cortos porque la memoria no es una novela ni una disquisición sino una serie de fragmentos que se unen y desunen, que no sabemos si después de morir nació de nuevo, que yace en Ginebra, ciudad donde hay una calle en su nombre, uno entra en la teoría de la realidad. Y de allí se sale situado de alguna manera, quizá en la realidad de cada lector, que es la que admite y la que evade.