Todos éramos los del barrio. Hoy pienso que en sentido no político eso es lo más cercano a la democracia que he vivido.
Era como un pueblito en el sentido entrañable de la palabra. Todos nos conocíamos y casi todos éramos amigos sin importar edad ni procedencia ni otra condición humana. Es que éramos eso: un grupo de seres humanos que por una u otra razón escogimos o escogieron por nosotros vivir en esa pequeña porción de Medellín. Y a todos nos gustaba. Éramos felices ahí.
Posiblemente mucha de esa felicidad tenía que ver “con la época”: el tráfico, la densidad, los medios y tantas diferencias entre ese tiempo y el de hoy más avanzado y quizás desarrollado. Estuve tentado en escribir “con el desarrollo” en vez de “con la época”.
Pero no. Desarrollo no siempre tiene que ver con época y que conste que no pienso que todo tiempo pasado fue mejor. Pero sí creo que el concepto desarrollo tiene mucho de largo y de ancho o, mejor, de corto y estrecho. O de subjetivo o de errado. ¿Qué es desarrollo? ¿Se refiere a lo material, a lo espiritual? ¿A lo colectivo, a lo individual? ¿Y cómo se mide si su concepto es equívoco? Dejemos eso para otra ocasión. Lo que quiero contarles aquí es que éramos felices en mi barrio y que nos considerábamos desarrollados sin profundidades sociológicas o filosóficas, fuera lo que fuese o sea el “desarrollo”.
En mi barrio había muchas mangas con árboles y muchos espacios sin construir que llamábamos lotes o “el monte” donde jugábamos. También en las aceras y en la calle jugábamos; circulaban muy pocos carros. No es que no hubiera inseguridad, había pero poca y nos dábamos el lujo, a veces, de dejar abierta la puerta de la casa por descuido o porque era solo un ratico.
Éramos felices en mi barrio y que nos considerábamos desarrollados sin profundidades sociológicas o filosóficas
Charlábamos afuera sentados en los muritos o en los pequeños pórticos de algunas casas que denominábamos “quicios”. Todos: los amigos, los no tanto, los señores, las señoras, las empleadas, los empleados, en fin. Todos éramos los del barrio. Hoy pienso que en sentido no político eso es lo más cercano a la democracia que he vivido. A veces hasta salíamos en piyama a la calle.
No había asambleas de propietarios o reuniones de juntas comunales. Lo más parecido eran esas conversaciones en los muritos o cuando en diciembre conversábamos -adultos, jóvenes y niños- antes y después de rezar la Novena en alguna casa.
Novenas, diciembres… Diciembre era el mes más feliz en esa felicidad. ¡Qué pena, tirábamos globos!, no estaba prohibido, no se hablaba de cambio climático en el mundo. Hacíamos globos y también salíamos a coger globos. Nos dábamos aguinaldos entre los vecinos más amigos. Hacíamos pesebres y prendíamos las velitas. Se veía hermoso. Se respiraba diciembre. Se respiraba barrio.
Semana Santa era otra época maravillosa. Al margen de creencias religiosas nos apasionaban las procesiones y ese misterio albergado en la iglesia. Era también una semana donde veíamos y conocíamos vecinos y vecinas de barrios cercanos. Algunas de las niñas de otros barrios más tarde serían mis “tragas” y novias de adolescencia.
En julio y agosto elevábamos cometas. Las hacíamos con hojas secas de caña brava que cogíamos en el monte, papel de globo, hilaza, una aguja capotera y engrudo. Papagayos, mesas, diversas formas. Era nuestra alegría al viento y por los aires. ¡Volábamos!
En las aceras y en la calle jugábamos de todo, el amplio menú no tenía límites porque además inventábamos: Vuelta a Colombia con tapas de gaseosa cuya ruta pintábamos en el piso con un tiesto o con tiza; policías y ladrones; escondidijos; chucha (lleva) clásica, en colores o paralizada; teléfono roto; guerra libertada; pelota envenenada; tarro; rin rin corre corre… Y por supuesto fútbol y montar en bicicleta, triciclo, patines o carritos de rodillos.
No había supermercados. Por lo general cada barrio tenía una o dos tiendas posicionadas. En mi barrio, entre otras pocas, eran la de don Víctor y la de doña Clara. Allí comprábamos frescos, cremas, sabores, bolis, gauchos, láminas para el álbum de ocasión, lunas, cuadernos y pregunte por lo que no ve.
Relato estas vivencias y concluyo con pesar que nos dejamos atrapar por esa idea de que los tiempos cambian. Modificamos nuestra forma de ser y de interactuar por la imposición del tiempo. No tenía que ser así. Poco a poco fuimos perdiendo muchas costumbres que nos hacían felices. Resultó más fuerte la modernidad que nuestro espíritu. ¿Teníamos -tenemos- que ser tan condicionados por lo externo? ¿Somos tan frágiles? Sí, lo somos.
Yo sé que las cosas han cambiado. Más gente, menos casas y muchos edificios, más calles, más carros, la tecnología que es buena pero que se volvió una religión, la globalización, tantas cosas… Es otro el mundo. Pero, ¿y qué nos impide conservar o volver a esa esencia de barrio, pese a tantos cambios y a que los barrios no sean iguales a los de antes? ¿Somos acaso edificaciones y calles y carros y tecnología? Muchos me dirán que sí, que esas cosas nos cambian a nosotros y nos tenemos que adaptar a ellas. ¿Perdón? ¿Nosotros adaptarnos a las cosas? ¿No debería ser al contrario? ¿Quién manda a quién?
Había barrios con sabor a barrio de verdad -a pueblito- parecidos o diferentes al mío en costumbres o en geografía, pero todos tenían -algunos tienen aún- algo común: solidaridad, confianza, conocimiento del otro, alegrías y tristezas compartidas, unión y vecindad en el sentido humano.
Todo eso no se ha perdido. Seguimos con esas cualidades pero aisladas, desparramadas. Los expertos hablan de gentrificación, renovación urbana, cambios de usos del suelo, planes parciales, pe-o-tes, en fin, eso está bien, hay que pensar las cosas, investigarlas y nombrarlas. Pero creo que aún tenemos eso otro adentro: el espíritu del barrio que es inherente al ser humano. Es que yo creo en el ser humano.
¿Y por qué no volver al barrio, a su barrio, al mío? No siempre al mismo espacio, no es posible, pero sí al sentimiento de barrio aposentado donde sea. Volver a ese barrio donde todos nos conocemos, nos reconocemos, nos ayudamos, nos alegramos, nos lloramos, nos humanamos. Donde sentimos el territorio más nuestro y entonces nos duele más y luchamos por él. El barrio es la célula primaria de ese gran cuerpo que es la ciudad. La comuna y la localidad son divisiones artificiales que sin duda son útiles, pero el barrio no es división sino unión natural.
Rescatemos el barrio, volvamos al barrio, privilegiemos el barrio, extraigamos la esencia del barrio para rearmar y reamar desde allí la ciudad.
¡Ay!, “… barrio / Perdoná si al evocarte / Se me pianta un lagrimón / Que al rodar en tu empedrao / Es un beso prolongao / Que te da mi corazón…”.