Balance tanguero

Autor: Rodrigo Pareja
7 julio de 2020 - 12:00 AM

Resulta imposible no evocar, con mucha nostalgia y tristeza, pasadas ediciones del festival de Medellín, las cuales permanecerán en eterna memoria

Medellín

Acaba de terminar en Medellín el llamado Festival Internacional del Tango, y puede asegurarse sin temor a equivocación, que esta versión no tendrá un lugar de preeminencia en la historia, ni será recordado con mucho fervor por los verdaderos amantes, cultores y defensores del género, como es y se define el autor de esta nota.

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Más y más Gardel, su vida, su mito y su accidente repetidos hasta el cansancio desde hace más de sesenta años, y coreografías circenses también hasta el infinito, coparon buena parte de la programación.

Para que algunos quedáramos con esa sensación pudo haber influido sin duda alguna el ambiente un tanto frío, enrarecido, distante y nada favorable que vivía la ciudad por la penosa situación sanitaria y económica, acompañado de una programación que en materia musical y eminentemente tanguera no estuvo ni ofreció mayor cosa a la altura de lo deseado.

En este último ámbito resulta imposible no evocar, con mucha nostalgia y tristeza, pasadas ediciones del festival de Medellín, las cuales permanecerán en eterna memoria, tal su calidad y el impulso que le dieron al tango-tango en su momento, con el desfile insuperable de figuras trascendentes.

Hoy los organizadores ni siquiera apelan a figuras contemporáneas de algún renombre que signifiquen o representen el verdadero tango, y se limitan a mantener y fomentar una tónica innovadora -modernista la llaman algunos- que lo único que hace es desvirtuarlo y enrarecerlo.

No se pide, ni mucho menos, porque además es imposible, ver de nuevo figuras rutilantes de las décadas del cuarenta al setenta u ochenta, pero sí algún esfuerzo para disfrutar de los mejorcitos que hay ahora en Buenos Aires o Montevideo, y que todavía hacen y saben a tango, sin haber caído hasta ahora en las estrafalarias apariciones de quienes se denominan innovadores.

El arreglista musical, sobre todo en el tango, trabaja para embellecer aún más el tema puesto bajo su inspiración, pero no para destrozarlo y creer que está descubriendo el mundo con cuanta barrabasada le dé por garrapatear en el virgen pentagrama.

Pretender como ocurrió en este festival modernizar Cambalache, el legendario tema de Discépolo para darle dizque un toque de “modernidad”, no sólo es un adefesio sino un crimen de lesa tanguitud, e ignorar que hay temas en el mundo que no admiten “arreglo” porque hacérselo es un sacrilegio.

A estos creadores solo les resta entrarle con castañuelas a la Serenata de Schubert, o con timbales a la Quinta Sinfonía de Beethoven, para “modernizarlas”.

En lo que tiene que ver con el baile, este festival volvió a mostrarlo como número de consumada acrobacia, pero muy lejos de una actividad social, cálida, romántica, tentadora, como para ser ejecutada por una pareja.

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Espectáculo circense más apropiado para funánmbulos y equilibristas que para una pareja de enamorados que quieran divertirse, quienes por el contrario deben sentirse intimidados ante la imposibilidad de realizar tal cúmulo de maromas en una pista de baile, algo totalmente distinto a lo que antes era bailar tango.

A los volatineros de hoy hay que recordarles estos versitos:

Que saben los pitucos, lamidos y shushetas/ Que saben lo que es tango, que saben de compás/ Aquí está la elegancia, que pinta, que silueta/ Que porte, que arrogancia, que clase pa’ bailar/… Así se baila el tango, sintiendo en la cara/ La sangre que sube a cada compás/ Mientras el brazo como una serpiente/ Se enrosca en el talle que se va a quebrar/ Así se baila el tango, mezclando el aliento/ cerrando los ojos pa’ escuchar mejor/ Como los violines le cuentan al fuelle/ Por qué desde esa noche Malena no cantó

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