Mineros artesanales y pescadores se quedaron sin ingresos; también los campesinos que erradican las matas de coca. Todos convertidos en potenciales miembros de grupos armados ilegales.
La muy minera, agrícola y ganadera subregión del Bajo Cauca es una de las nueve en las que se divide Antioquia. Está integrada por seis municipios: Caucasia, El Bagre, Nechí, Tarazá, Cáceres y Zaragoza, y se extiende entre las serranías de Ayapel y San Lucas, sobre las cuencas de los ríos Cauca y Nechí. Estas mínimas referencias, para destacar la riqueza de ese territorio, potente atracción que hace ya muchos años incita una ofensiva violenta por parte de variadas expresiones armadas ilegales, incluidas las que sirven al narcotráfico. A ellas se suman serios problemas de corrupción que han llevado a la destitución y condena de otrora dignatarios de la región y líderes políticos, y que ahondan la desconfianza en la institucionalidad.
Deberían considerarse como una vergüenza nacional los asesinatos casi diarios, los desplazamientos, el incremento de la minería ilegal y el acoso a la artesanal, el auge del narcotráfico y de otras rentas ilegales. Panorama que ha llevado a muchos líderes de la región a alertar sobre esta crisis humanitaria sin precedentes. Para atenuarla, el Gobierno Nacional redoblará el esfuerzo de los organismos de policía y militares, hoy con más de 5.000 efectivos presentes en la subregión. Pero persiste la ausencia de resultados concretos.
Compartimos en parte las medidas adoptadas, pero saltan a la vista las dificultades: si estamos ante reciclados fenómenos de violencia estructural, ¿por qué no explorar una salida integral y definitiva? Las propuestas y acciones tienen un carácter cortoplacista, o al menos dejan de lado problemas acumulados en relación con equidad social, lucha contra la pobreza y la miseria, baja capacidad institucional para la resolución de conflictos, control territorial de los grupos ilegales, desplazamiento de las instituciones y alta carga de corrupción e impunidad con poca aplicabilidad de justicia.
Traemos a colación la investigación realizada por RCN radio, dirigida por el periodista Jairo Tarazona en marzo de 2019, y la de Camilo Pardo Quintero, los vaivenes de la violencia en el Bajo Cauca antioqueño, en la que varios de los entrevistados señalan aspectos que vale la pena recuperar: “Casi 400 homicidios del 2018 eran de jóvenes y más de 2.000 familias fueron desplazadas entre el 2017 y el 2019”. Además, agregan que: “La crisis de Hidroituango acabó la pesca, el barequeo, el balestreo (sic) y tienen en vilo las comunidades que están a la orilla del río Cauca, que antes temían que la represa fuese a reventar”. Estas expresiones no constituyen una negación del proyecto, pero contienen una gran carga de responsabilidad sobre lo que sucede en la región, debido a que muchos jóvenes, pescadores y campesinos fueron fácilmente atraídos por grupos ilegales, al perder o ver diezmados los recursos naturales, base de su sustento, por los efectos de la represa.
Así que a los problemas del narcotráfico y de variadas formas delincuenciales, se agrega este; que las autoridades dimensionen sus alcances y efectos sobre el Bajo Cauca, ya que ni ellas ni las EPM han respondido adecuadamente.
Por último, vale subrayar esta apreciación de los habitantes en las citadas entrevistas: “Los balesteros (sic), al igual que los mineros artesanales y pescadores, se quejan porque hoy no tienen ingresos”. Algo similar a lo que sucede con los campesinos dedicados a la erradicación manual de cultivos de uso ilícito, a quienes el gobierno incumple con los dineros prometidos, ahondando la desconfianza en las instituciones y allanando su ingreso a las organizaciones ilegalmente armadas.
Para recuperar la vida institucional del Bajo Cauca, se requieren medidas de mucho fondo y no solo la presencia por unos días del mandatario de los colombianos. Una gobernanza más efectiva desde el territorio y con representación permanente de los otros niveles de gobierno.