¿Cómo podría tener la Corte tal certeza de la inocencia de Cepeda, si todo dependía de la veracidad o falsedad de las afirmaciones de Uribe, algo que todavía aquella no ha determinado?
Hace pocos días dije que era un filósofo de profesión y abogado amateur, en cuanto los temas de la lógica, la filosofía del derecho y la argumentación jurídica, han hecho parte de ejercicio docente e investigativo. Hoy tocaré, otra vez un tema que atañe a la justicia, desde una posición teórica, la de Chaim Perelman.
La justicia es el valor supremo de un juez, por encima de la verdad, porque esta se encuentra al servicio de aquella. Eso explica el gran Chaim Perelman, uno de los creadores contemporáneos de la teoría de la argumentación, doctor en lógica y doctor en leyes de la Universidad Libre de Bruselas, en numerosos trabajos. Y, para que no quepa duda, enseña que, incluso, hay casos en los que decir la verdad es un delito, como cuando se trata de revelar, por ejemplo, secretos militares o de estado.
Más allá de esos ejemplos límite, dice Perelman, la verdad se establece para que el juez pueda tomar una decisión justa. Y requiere que se levante según procedimientos estrictamente reglados, no sólo en la manera – autorización de una autoridad competente para escuchas, videos, etc., y la prohibición de manipularlos; cadena de custodia, entre otros requisitos- sino también en el tiempo: hay plazos estipulados para presentar las supuestas pruebas. Si no se cumplen estas condiciones, por más que se recolectasen pruebas basadas en los hechos, no tendrían validez jurídica alguna. Una verdad empírica recogida por procedimientos ilegales no es una verdad judicial.
Y todavía queda la interpretación misma de los hechos. En derecho es usual la discusión de si una conducta es o no un delito, por ejemplo, si una muerte fue un acto de legítima defensa o un homicidio y la decisión judicial eleva al rango de verdad la interpretación que se escoge por parte del juez (luego de que surtan todas las instancias establecidas, procedimiento este que prueba que la verdad judicial es objeto de interpretación). Una manera de solventar esta característica es apelar a las pruebas científicas, pero hasta estas han sido discutibles: los avances en las técnicas de lectura del ADN que condenaron o liberaron a más de uno en el pasado, se han mostrado erróneas al aplicarse los nuevos métodos de lectura, mucho más exhaustivos.
Ahora bien, si la justicia es el valor supremo del derecho en las democracias liberales respetuosas de los derechos fundamentales de los ciudadanos, si la verdad debe recolectarse, en ellas, con los procedimientos establecidos y con el fin de que sea el insumo de la sentencia justa, y si la interpretación está en el centro de las decisiones jurídicas, el valor mayor para que un juez administre justicia es la imparcialidad. Este concepto significa que aquel debe afrontar un proceso sin tener preferencias por alguna de las partes -la justicia es ciega-, sin torcer los procedimientos y sin apelar a interpretaciones que deliberadamente perjudiquen a alguna de las partes, todo en cumplimiento de los principios de igualdad ante la ley y el respeto al debido proceso. Si no lo hace, está violando la Constitución que juró defender y destruyendo la majestad de su cargo. Porque no hay nada más perverso que prevalerse del poder que otorga la ley para perjudicar a alguien en los bienes más valiosos: la libertad, la honra y el patrimonio.
Y peor aún, cuando se usa como arma política para destruir a alguien, que no sólo es una persona sino la representación de una idea y una tendencia política, o. al contrario, para favorecer a alguien con el que se tiene ese tipo de afinidades. Veamos sólo dos casos:
Las más de once mil escuchas, que por “error” le hicieron al expresidente Uribe, como reconoció la misma Corte Suprema de Justicia, no bastó para que se declararan ilegales y, por tanto, inutilizables como prueba. Es más, la Corte argumentó que a pesar de que había sido un “error”, algo que parece a todas luces fácticamente imposible, iba a utilizar esas grabaciones en un proceso que llevaba más de un año estancado, por presuntamente haber manipulado testigos contra el senador Iván Cepeda, y que sólo se revive ahora y se cita a indagatoria al expresidente ¡¡¡cuando sólo faltarán 19 días para las elecciones regionales y locales!!! en las cuales se define, en gran parte, el futuro del país. Y para colmo, se niega a hacer públicas las miles de grabaciones, como solicitó Uribe, para garantizar en parte la imparcialidad de su proceso. Y con algo todavía más asombroso: precluyó la investigación contra Cepeda, como si fuese inocente, sin haber juzgado a Uribe y vencido en juicio que probara que era culpable de manipular pruebas contra aquel. ¿Cómo podría tener la Corte tal certeza de la inocencia de Cepeda, si todo dependía de la veracidad o falsedad de las afirmaciones de Uribe, algo que todavía aquella no ha determinado?
Por otro lado, recuerden la supresión como prueba de la información contenida en los computadores de alias raúl reyes, porque según se dijo en el momento se violó la cadena de custodia, por lo que eventualmente pudieron ser manipulados. Y esto, a pesar de que el FBI certificó que no la información no había sido intervenida ilegalmente.
La justicia parece no ser ciega en Colombia. Por el contrario, goza de cabal visión. Sabe exactamente para dónde va. Y no me refiero, por supuesto, al inmenso número de jueces y fiscales que trabajan todos los días para hacer justicia cabal a los colombianos, ni siquiera a todos los magistrados de las altas cortes. Sólo registro una tendencia que ya lleva muchos años en dichas instituciones, apelando a mi derecho de manifestar mi punto de vista crítico cuando considero que algo no funciona bien, en uso de la libertad de expresión, pero acatando sus fallos, como corresponde a un ciudadano.