En los ojos de la gente puede verse lo que verán, no lo que han visto.
Alessandro Baricco. Novecento, la leyenda del pianista en el océano.
Un piano
Cuando se oye interpretar una pieza de piano, la ingeniería es el previo a eso que oímos. Los grandes intérpretes y compositores, sentados frente al teclado y dejando que sus dedos se conviertan en notas que crean melodías, timbres, armonías y ritmos, son posibles por la estructura del instrumento, sus piezas y cuerdas, los pedales y la resonancia calculada por el golpe de un pequeño martillo sobre un juego de metales trenzados en forma de hilo grueso, que vibran en una caja de madera especial, debidamente armada para que el sonido sea posible a partir de la resonancia.
Todos los instrumentos, aun los más simples, son obras de ingeniería o, si se quiere, de las matemáticas aplicadas sobre un plano geométrico. En física, el sonido es una extensión, una propagación de ondas que, al tener cuerpo (masa), es propiciada por el contacto de un cuerpo con otro. Y cuerpo son el aire, los dedos, los metales, incluso la caída de un elemento liviano. En japonés, Yamaha es el sonido de una hoja al caer, por ejemplo. ¿Y qué se hace con una obra de ingeniería? Se habita, se usa, se vive en ella. Y a partir de este contacto del hombre con lo que crea y queda bien hecho, podemos imaginar lo posible e imposible, lo que se ve y se mueve y su contraparte, que en la quietud también es un movimiento.
Donde hubo grandes ingenieros apareció la gran música (Alemania, Austria). Las matemáticas se leyeron como la música de las esferas y eso que sonó nos puso a imaginar, a ir, a conocer otras cosas y entender lo nuevo que fue apareciendo. Así, creado el instrumento, llega después el músico y recrea mundos en él. Y en ese previo que fue la ingeniería de los instrumentos (las cuerdas vocales son ingeniería natural, lo mismo que el cuerpo), los intérpretes de ella (los que amaron los materiales y propuestas del diseño, la adaptación a los dedos y la boca), llevaron a que Federico Nietzsche dijera: sin música no hay vida posible.
El piano, salvo el órgano (que le sirvió a Bach para sus fugas), es uno de los instrumentos más pesados y de mayor atención para interpretarlo. Y si bien algunos dicen que es el violín, por lo agudo de su sonido, el piano (el de cola y el recto) ha producido más música que cualquiera otro debido a que sobre 88 teclas (la ingeniería crea limitaciones para que pueda existir un dominio completo del espacio y la forma) ha creado la infinitud en los límites: muchas vidas completas (las composiciones) que se convierten en sentimientos, literatura, filosofía, nuevas ideas y la magnificación de la mano como herramienta esencial para que lo que tenemos exista. ¿Qué no ha sido hecho por la mano? Hasta en la creación de robots la mano es lo indispensable para que pueda ejecutar el trabajo para el que fue programado. Y bien se ha dicho: la idea de la mente comienza a existir cuando sale por los dedos. Si no sale por ellos, la idea es una alucinación, un delirio, una fiebre.
El piano se hizo para los dedos, para la caricia y el golpe debido, para escribir lo que no tiene letras, para la música y esas múltiples historias donde la belleza aparece. Y acerca de un piano y un pianista, escribe Alessandro Baricco, que antes había escrito otra novela corta que tituló Seda, que se lee como si acariciáramos a una mujer viajando por sus geografías, las ojos abiertos y ojos cerrados.
Un piano
Un barco
El Virginian es un barco que lleva pasajeros diversos. Un pequeño mundo con sus clases sociales, sus marineros y fogoneros, que atraviesa el océano en ocasiones en calma y en otras en medio de la tormenta. Y con base en ese barco (que se parece al Titanic), al que llegó tocando una música que no se sabía que era y entonces se dijo que era jazz, un trompetista cuenta la historia de Danny Boodman T.D. Lemon Novecento, un pianista que nació en un barco y vivió algo más de cuarenta años en él, sin salir nunca, ni siquiera cuando fueron a volar la estructura de la nave con dinamita (se supone que lo sacaron de ahí en medio de la explosión, borrándolo). Y si bien casi salió en 1931, llevando en la mano una maleta y luciendo un abrigo de piel de camello prestado, pisó dos escalones de la escalerilla que llevaba a tierra sin atreverse al tercero (el sombrero cayó al mar y Danny Boodman T.D. Lemon Novecento se echó hacia atrás para devolverse), el pianista descubrió que desde una ciudad como Nueva York, repleta de luces y calles, de direcciones y contradirecciones, de vivos y muertos vecinos, el mundo desaparece y no hay cómo saber la realidad de las cosas. Le dio la espalda a ese miedo.
Un barco es un mundo completo y cada unidad que lo compone única. Allí no hay dobles (solo las hélices), cada uno cumple su función, la ruta está establecida y el puerto de llegada es el designado y no llegar a él es un fracaso. Y en esa unicidad (el océano uno, la amistad una, el trabajo uno, la mujer una) la música permite ser lo que se quiera sin salirse de los límites. Esto que se lee en Baricco va contra los viajes con nereidas, tritones y sirenas, krakens y leviatanes, Neptunos y Ulises atados a los mástiles, gente que nunca existió y se puede dejar de lado. El Virginian es un espacio concreto que va desde la proa a la popa, su eslora de babor a estribor, y en esa espacialidad habita el pianista, Danny Boodman T.D. Lemon Novecento, que se ha creado su espacio entre marineros y hombres que atienden pasajeros, gente que hace el viaje y los que lo hacen posible desde la casa de máquinas y el puente con sus timones, aparatos de navegación y brújulas. ¿Cómo empezó Novecento a tocar el piano? No se sabe. Recién nacido lo dejaron en una caja (se supone que una inmigrante) y de allí lo sacó un marinero para criarlo al escondido. Novecento se hizo oyendo los sonidos del océano, el de los motores, el de las palabras, el de los silencios y, cuando encontró el piano, comenzó a reproducirlos en las 88 teclas. Y a tal punto, que se hizo el pianista de planta del Virginian reproduciendo los sonidos y las canciones de otros, que se aprendió de memoria. Y como una carta de marear, se hizo parte obligada para ir de un puerto a otro. Fue una pieza más, el mapa de rutas, todos los hombres en uno, tocando para los de primera clase y los de tercera, que lo seguían con sus dulzainas y pequeñas guitarras, con sus cantos, recuerdos y esperanzas. Allí, el pianista aprendió que muchas cosas había que mandarlas a la mierda y sin hacerse ascos. Quizá por esto nunca quiso bajar del barco para ir a conocer Nueva York y ver el mar desde allí. Y quizá también por esto, Novecento se enfrentó en un duelo de pianos a Jally Roll Morton, el inventor del jazz, un hombre que movía las manos como mariposas y mantenía sobre el piano un cigarrillo al que no se le caía la ceniza para no hacer ruido (eso decían), venciéndolo con una música interpretada a tal velocidad en las notas que, al final de la interpretación, permitió encender otro cigarrillo (uno apagado que llevó Novecento) en las cuerdas del piano, que terminaron ardiendo. ¿Qué interpretó Novecento? No se supo (se presume que Enduring Movement), solo que sonaba como una cascada de perlas sobre un suelo de mármol, dice el trompetista narrador, afirmándose en el ragtime: “cuando no sabes lo que es, entonces es jazz”. Nadie lo supo, ni siquiera los oyentes, que enloquecieron sin saberlo, tantas fueron las historias que les entraron en la sangre y se les regaron por la piel. Este duelo de pianos se dio a las 21 y 37, de un segundo día de navegación. Se dio en el tiempo y el espacio del barco, flotando sobre las aguas, como ese ruáj (espíritu) de D’s.
La Leyenda de 1900, película basada en la historia de Novecento, fue estrenada en 1998 y cuenta con banda sonora compuesta por el célebre compositor Ennio Morricone.
Los límites
Aristóteles decía que lo infinito no existe para el entendimiento, y si existiera esa infinitud, la inteligencia no sabría de qué se trata. Para saber de algo, hay que poner unos límites y ya, dentro de ellos, comenzar a dominar cada elemento puesto en ese espacio. Toda magnitud tiene una medida y si se sale de ella, se destruye. Aristóteles es un provocador y esto me gusta de él, que provoque y confronte, y que la verdad sea una palabra para saber qué es lo que contiene. Así, cualquier palabra se entiende porque está limitada y D’s no se entiende porque no es palabra. Si lo fuera, tendría límites y aparecerían otros dioses a su lado. Y bueno, Alessandro Baricco, con su novela monólogo, Novecento, la leyenda del pianista en el océano, es un provocador. Un barco, un pianista, la música múltiple nacida de 88 teclas, un espacio único y un no salir de él para no destruirse, así lo vuelen con dinamita.
Esta novela, escrita para el actor Eugenio Allegri y el director de teatro Gabriele Vacis, que termina con un poema y la conversión del actor en medio del escenario, que pasa de ser el trompetista que interpreta en el escenario al pianista del que habla, podría ser también un relato largo que va desde enero de 1927, cuando el narrador se encuentra con Novecento (que se llama así porque con él comenzó el siglo 20), hasta 1933 y demás, pues incluye una guerra y la decadencia del Virginian, que de barco de pasajeros pasó a barco hospital y después a mole estructural que hubo que volar con explosivos, con el pianista adentro y muy bien vestido para la ocasión. Y con nada para perder: la vida es un límite, es una película (de la novela hicieron una en 1998, dirigida por Giuseppe Tornatore y con música de Ennio Morricone), una pieza musical, un iniciarse y terminar, un sentarse al piano y mover los dedos por entre 88 teclas, interpretando cada cual su música.
En los días en que vivimos, con filósofos cansados y líderes que van de un delirio a otro (lo que incluye políticos, predicadores y gente que ya tiene un robot adentro), la literatura da cuenta de nosotros. Y no como historia (esta funciona con documentos e intereses) sino como sensaciones. Ir en un barco, saber debajo al océano, cantar para recordar y hacerse a ilusiones, entender todo por la unidad o al menos por la palabra adecuada que nombra y hace existir las cosas, vivir los límites y no pasar del segundo escalón tratando de pisar un tercero que lleva a la ley de incertidumbre, donde ya no se sabe qué es lo que tiene nombre y lugar. O sí, un jazz. Y como dice Alessandro Baricco, a Jally Roll Morton, el inventor del Jazz, lo venció un pianista que vivió y murió en un barco. Alguien que estaba en sus límites y en su propia ingeniería.
Novecento, al momento de volar por los aires, pudo pensar que bajaba a Nueva York, un día de febrero y después de 32 años de vivir en el mar. Bajaba a tierra para mirar el mar. Si pasó esto, después de la muerte hay una explosión y en ese desorden no hay posibilidad de ninguna música. Y Nietzsche tendría razón. Si algo no suena en orden, estamos muertos.