La democracia es la culminación de siete mil años de historia de las civilizaciones y el regalo de todos esos antepasados a los habitantes del siglo XXI
Me han preguntado mucho por qué me he dedicado tantos años a estudiar algo que para muchos es aburrido y por qué tengo en este medio una columna desde 2011 que es solo sobre democracias electorales, la única en el país quizá. Igualmente me dicen que por qué mi grupo de investigación, registrado en Colciencias desde 1998, es sobre lo mismo y sea tal vez el único especialmente dedicado a estas materias, así como casi todos mis libros, además de haber dictado clases a casi cinco mil personas sobre ese tema durante un cuarto de siglo.
Para mí la democracia es la culminación de siete mil años de historia de las civilizaciones y el regalo de todos esos antepasados a los habitantes del siglo XXI, incluyéndome.
Es decir, desde la Mesopotamia hasta Roma, pasando por Persia y Grecia, hemos ido armando poco a poco esta forma de gobierno, aunque solo se ensayó unos siglos antes de Cristo en Atenas y duró poco. Incluso la teocrática Edad Media contribuyó aportando el concepto de las mayorías entre otras muchas cuestiones. Pero fue con el Renacimiento y la apuesta por la razón como empezó todo, aunque solo se concretaron las ideas de dos siglos de reflexiones políticas en sistemas democráticos con las revoluciones inglesa, americana y francesa en ese orden.
Lo increíble es que de verdad la democracia solo empezó a difundirse a un ritmo importante luego de la segunda guerra mundial y las descolonizaciones posteriores. Incluso hubo que esperar las transiciones de Grecia España y Portugal en los setenta para hablar de una Europa occidental totalmente democrática. Pero solo hasta los noventa ese continente es un bloque democrático, y el nuestro a partir de los años ochenta. Mejor dicho, la estamos estrenando este milenio como modelo generalizado y estable, con raras excepciones en los tres continentes que no son África y Asia, donde también las hay, aunque pocas.
La democracia es glamorosa, pero tiene como toda casa un sistema de tuberías y pocos se ocupan de algo tan importante. Esto decía Yann Basset, el experto de la Universidad del Rosario en sistemas electorales, en el lanzamiento de mi última publicación, “Reforma Política Ya”, en la pasada feria del libro. Y lo hacía refiriéndose justamente al tema principal de esa y otras obras mías y suyas, las normas electorales colombianas. Y es que el derecho electoral o de las normas electorales, aunque es un asunto cada vez más estudiado en el país, de todos modos, no está en los primeros en la lista de interés porque parece aburrido, muy técnico, por supuesto muy jurídico. Pero es la clave del asunto, porque cuando cayeron las cabezas de los reyes había que diseñar quien mandaba y como se escogían esos gobernantes temporales, y eso, digamos la verdad, aún lo estamos inventando.
Quizá es más fascinante que estudiar normas, seguir la historia de cómo se construyeron las democracias hasta llegar a la actual situación de estabilidad y difusión ampliada del modelo. Pero el verdadero experto en estos temas de la norma electoral tiene la ventaja de que puede contribuir a mejorarlas si se dedica además a mejorar esas tuberías invisibles sin las cuales estos modelos no pueden funcionar: los sistemas electorales. Curiosamente una de las claves para que estos funcionen mejor es que más y más personas se interesen en dichos asuntos poco conocidos, los votantes en particular, y que no sea solo una cuestión de expertos. Es un reto para la academia, los medios de comunicación y por supuesto las redes sociales en este milenio, que arranca en cierta forma “estrenando” la democracia, el que no sean solo estos “plomeros” de la democracia electoral quienes sepan de esas normas electorales, sino la ciudadanía en general.