He dicho sin pudor que me he preparado toda la vida para el cargo de magistrado de la Corte Constitucional, aunque no tenía idea de que así era.
El día de ayer me anunciaron que soy uno de los finalistas para la terna a magistrado de la Corte Constitucional, y me han vuelto a preguntar muchos a qué se debe esa aspiración y si es un viejo sueño o un nuevo reto, y por qué me considero preparado para el cargo. Quiero contestar esas preguntas en esta columna sobre las Democracias, de este periódico EL MUNDO, que me ha acompañado por tantos años en mi trabajo como constitucionalista y politólogo.
He dicho sin pudor que me he preparado toda la vida para el cargo de magistrado de la Corte Constitucional, aunque no tenía idea de que así era.
Ni cuando a los 14 años devoré los 12 tomos de la Historia del Mundo de Salvat, que era el Google de la época, vendido puerta a puerta.
Ni cuando a los 16 me obsesioné por la filosofía de la obediencia política, leyendo a los grandes autores sobre el tema, desde Platón hasta Freud.
Ni incluso cuando a los 18 decidí aterrizar esas filosofías en preguntas concretas sobre el orden político y constitucional, y me hice monitor de ello en mi facultad de derecho de la Universidad Pontificia Bolivariana de Medellín.
Ni siquiera cuando rechacé las primeras ofertas laborales que por mis buenas notas tuve al graduarme de abogado y me fui a España a especializarme en el más importante instituto de Derecho Constitucional del mundo hispanohablante.
Tampoco todavía cuando haciendo mi doctorado sobre evoluciones democráticas en la Complutense decidí hacer mi tesis sobre las reformas constitucionales en Colombia.
Y mucho menos cuando caído el muro de Berlín decidí entender la historia política y el surgimiento de las democracias visitando todas las democracias del mudo, y algunas autocracias. De las primeras sólo me faltan algunas pocas que están en islas y de las segundas unas 40, algunas de las cuales están en guerra.
Les aseguro que yo no estaba pensando en la Corte Constitucional como objetivo, cuando ya siendo abogado en ejercicio en España, miembro del Colegio de Abogados y empleado de un bufete, además de profesor honorífico en la Complutense, decidí volver a Colombia para ayudar a desarrollar la Constitución del 91 cuyo proceso y aprobación me había perdido.
Tampoco cuando al regreso rechacé ofertas en empresas privadas y más bien acepté ser el director fundador de la segunda carrera de ciencia política que se fundaba en Colombia y profesor de Teoría del Estado en los posgrados de Derecho Constitucional de casi todas las facultades de derecho importantes en Colombia.
Ni aún cuando fui contratado a los 29 años primero por el Ministro del Interior de la época y luego por el presidente de la República para asesorar comisiones de Reforma Constitucional y para elaborar proyectos de acto legislativo que fueron presentados al Congreso.
Les quiero insistir en que si bien yo elegí este camino no elegí la meta hasta hace muy poco, y que no tuve el sueño temprano de esta magistratura a la cual aspiro hoy.
Además, soy consciente de que depende de un factor externo a mí, la decisión del Consejo de Estado y de los demás electores en el Congreso, comprobar si estos cuarenta años de preparación en Derecho Constitucional y Ciencia Política, como investigador asesor deben ser puestos ahora al servicio de la modernización del país en la Corte Constitucional.
En lo que sí quisiera enfatizar es que con ese proceso de aprendizaje estoy agradecido porque obtuve todas las becas posibles y las más altas notas existentes, el casi total de honores que se podía conceder, los más altos cargos académicos y distinciones por investigación a las que me propuse. Les aseguro a mis lectores que no lo hice por competitividad sino por simple hábito del deber, el mismo que por extrapolación imprimiré en esta labor, si los electores me conceden la posibilidad de poner todo esto al servicio de mi país.
Por eso quiero finalizar diciendo que a pesar de esa obsesión por hacer las cosas bien, no aspiro al cargo como un merecimiento sino como un deber, por haber tenido el privilegio de estudiar al tope en universidades privadas pagadas por mi familia en Colombia y en públicas con becas en España, y por agradecimiento a la sociedad por haberme dado la posibilidad de dedicarme al estudio de la Política y del Derecho Constitucional como principal actividad laboral para sostener a mi familia, además de haber podido publicar tantos libros y artículos sobre estos y otros temas en un mundo tan competido en ese sentido.