La virtualidad educativa es un avance democrático y no un retroceso en las universidades.
He defendido las bondades de la virtualidad académica en mis columnas y en mi canal de You Tube: Canal de David Roll. Política para Extraterrestres, que justamente creé para difundir miniconferencias que complementen las clases virtuales en vivo.
https://www.youtube.com/channel/UCCyToknz5_kuDmmI68Eiohg,
También he expresado en uno de esos videos que la interacción exitosa es posible con una conjunción de tecnología, voluntad de reinvención de los profesores y buena disposición anímica de los alumnos: Como Enseñar Ciencia Política en Tiempos de Pandemia.
https://www.youtube.com/watch?v=KuexORV4eJE&t=355s.
Y mis estudiantes de posgrado, en un video que elaboraron para mi canal con motivo del día del profesor, insistieron igualmente en que bien manejadas las clases por estas vías pueden ser muy satisfactorias: La virtualidad Vista Desde los Estudiantes.
https://www.youtube.com/watch?v=ymFvn-Xbr6E.
Yo personalmente estoy maravillado de ver, como si se tratase de una película de ficción, que puedo teletransportarme a las cien casas de mis estudiantes de este año para explicarles unos conceptos complejos en vivo, come en la “Dimensión Desconocida” de mi infancia.
Y no deja de asombrarme que puedo interactuar con ellos frente a frente a través de preguntas y respuestas viendo sus caras, y hasta ponerles mis diapositivas en la pantalla. Esto, además de cantidad de posibilidades de interacción grupal a distancia que aún estoy descubriendo.
Incluso puedo hacerles varios tipos de evaluación, con metodologías virtuales propuestas por ellos mismos, que hasta el momento parecen exitosas, aunque estamos en ensayo-error todavía, con mínimas quejas pero no nulas.
Cuando empecé a ser profesor universitario hace varias décadas, no podía imaginar que yo podría dar clases a través de una especie de televisor con comunicación de ida y vuelta, en una cosa llamada el computador portátil, y que los estudiantes las podrían ver en un teléfono que parece un borrador de tablero con botoncitos.
Menos aún que podía ser dueño de mi propio canal de “televisión”, el de You Tube, para que mis estudiantes pudieran ver las charlas complementarias a las virtuales que yo subo a él. Y quien podría haber imaginado que además lo podrían hacer a la hora que quieran muy fácilmente, sin pagar yo ni ellos nada, salvo lo que ya previamente se había invertido para tener un equipo y una conexión a internet.
Al principio del confinamiento, sin embargo, se planteaba en varios medios y redes que la virtualidad educativa era una nueva forma de exclusión social y hasta se promovieron paros virtuales.
Pero estrictamente en el mundo universitario, ni incluso en el de la universidad pública en la que me muevo, hasta donde he podido percibir, no se ha dado tal situación más allá de unos pocos casos perfectamente manejables.
Por lo menos en mi caso y en el de muchos colegas que lo expresaron en chats colectivos y redes, sucedió todo lo contrario: se reportaba una asistencia casi total y en muchos casos mayor que la presencial habitual, con permanencia además de la mayoría y muestras de asistencia real continua.
Algunos decían que estábamos pensando con el deseo, pero pronto las encuestas hechas por las propias universidades públicas decían lo mismo: la gran mayoría de los estudiantes estaban llegando a las clases virtuales activamente.
Al parecer, el gran temor de que muchos no tuvieran un computador o un teléfono inteligente o buen acceso a internet no se cumplió, aunque seguía siendo claro que sí había unos pocos casos en esa situación.
Y empezamos a tener noticias de que tanto universidades como profesores y empresas o personas particulares se movilizaron para reducir esos casos de no accesibilidad a la educación virtual universitaria a cifras muy pequeñas estadísticamente.
Todo ello, aunque es evidente que ciertas carreras requieren presencialidad en algún porcentaje de sus clases, que de ninguna manera puede ser reemplazado por las más sofisticadas plataformas virtuales, como algunas de medicina y artes, por ejemplo.
A raíz tanto de que el acceso a la virtualidad no era universal y de esas limitaciones obvias de una parte la enseñanza universitaria que requería ser presencial, a la educación virtual de emergencia durante el confinamiento le llovió artillería desde muchas colinas.
Para empezar se prohibió usar el término virtual y hasta las máximas autoridades educativas se cuidaron mucho de aclarar que una cosa son las clases por internet y otra la educación virtual, vista como el conjunto de sofisticadas técnicas de educación no presencial que han venido utilizando las universidades a distancia.
Por otra parte, reaparecieron los autonombrados profetas de la justicia social para decir que debido a esa no universalización de la virtualidad académica universitaria, se estaba creando una nueva forma de discriminación y de exclusión del conocimiento contra las clases menos favorecidas.
Algunos estudiantes (sé de un caso solamente y en una sola asignatura de una universidad pública fuera de Bogotá), también pescaron en río revuelto y promovieron paros virtuales cuando se aproximaban las evaluaciones, alegando imposibilidad física de un buen número de acceso a la virtualidad (lo cual se comprobó no era cierta).
Pero también hubo profesores (sé de una carrera solamente y en una universidad pública fuera de Colombia), que se negaron a dar clases virtuales por considerarlas absurdas, y en lugar de ello bombardearon a sus estudiantes con PDFs y encargos titánicos que ni ellos mismos podrían haber asumido, y lo hicieron en el peor momento del confinamiento.
La cuestión es que si miramos cada uno de estos y otros ataques que se le hacen a esta opción temporal de educación universitaria, no tienen asidero en argumentos reales, y más bien en algunos casos parecen oportunismo personal y estrategia política para otros fines. O simple ignorancia.
Pero veamos antes el primero de los más serios de esos argumentos: el no acceso universal a la virtualidad, porque no todo el mundo tiene un buen computador o un teléfono inteligente ni disponibilidad de conectarse al internet de manera fácil, barata y ágil.
En el caso estrictamente universitario, del que estamos hablando, eso resultó una falacia, al juzgar por las encuestas que se hicieron en las universidades tanto públicas y privadas, y cuando se integren los estudios con seguridad mostraran un cubrimiento casi universal.
Fue realmente una sorpresa para casi todos los de cierta edad como yo, por lo menos en las grandes ciudades pero no solo en ellas, que prácticamente toda la población estudiantil universitaria, incluso en universidades públicas, ya era virtual por decisión propia y tenían los aparatos necesarios, así como un acceso a internet básico por lo menos.
A decir verdad fue más difícil en muchas ocasiones para nosotros, los viejos y no tan viejos profesores, actualizarnos durante el confinamiento al modo de vida virtual en el que ya estaban los jóvenes estudiantes, ya inmersos en esa nueva forma de comunicación imparable sin presencia física.
Yo mismo confesé recientemente en otra columna de este periódico, La enseñanza virtual es un trabajo en equipo, que habiendo aprendido a “escribir a máquina” en una escuela de secretarias con las pesadas IBM de entonces, mi paso a la virtualidad académica durante este encierro, había requerido de muchas ayudas externas y esfuerzos personales.
De hecho, y como han señalado profesores en todo el mundo y sobre todo en Colombia, es verdad que nuestro trabajo se triplicó, al mismo tiempo que el gobierno nos bajó el sueldo a algunos, vía impositiva, y fuimos nosotros los que asumimos los gastos de la adaptación virtual contratando asesores, comprando equipos y ampliando el acceso a internet.
Pero ese es otro debate que no tiene que ver con los estudiantes, quienes son finalmente nuestro principal objetivo. O dicho de otra manera, ellos son nuestros cliente y ellos deben ser atendidos lo mejor que se pueda en cualquier circunstancia, bien sea que paguen sus padres, ellos o el Estado por sus estudios.
Yo personalmente creo que ese era el tipo de sacrificio que en una situación de emergencia se le pedía al gremio al cual pertenezco y lo asumí plenamente.
Pienso que, así como se han entregado a la causa de la sobrevivencia de la sociedad no solo médicos y policías sino infinidad de personas de todos los oficios, también los profesores debíamos hacer nuestro mejor aporte desde casa, y creo que lo hemos hecho de manera muy generalizada con la virtualidad académica.
Pero también considero que en algún momento se nos deberá reconocer el sobretrabajo y el sobregasto, aliviarnos la carga un poco, y compensarnos de alguna manera.
Sobre todo pienso que, por lo menos, no debían imponernos más exigencias que excedan nuestros contratos, como la ingeniosa idea que circula por ahí de que dividamos en tres los cursos grandes y les impartamos clases presenciales separadamente el próximo semestre, y en escenarios de dudosa bioseguridad.
En síntesis, es verdad que fue necesario, hasta donde yo conozco por lo menos, ayudar a tener acceso a la virtualidad académica a una muy pequeña minoría de estudiantes que, por diferentes circunstancias tanto geográficas como económicas y hasta personales, se estaban quedando con un acceso restringido a las clases virtuales.
Sin embargo y como ya señalé, es un hecho que tanto entidades públicas y privadas y personas espontáneas repartieron tablets, tarjetas de acceso a internet e hicieron otro tipo de estrategias para garantizar que esa minoría se redujera prácticamente a un número no mayor de estudiantes al que usualmente no asiste a clase por diferentes motivos.
Por eso creo que la pregunta que nos debemos hacer sobre este no universal acceso (en el ámbito universitario insisto), que es una realidad indiscutible, es si el porcentaje es realmente significativo en comparación con la asistencia habitual a las aulas en tiempos normales.
Mejor dicho, es muy probable que descubramos con estudios adecuados, que los estudiantes universitarios, tanto en universidades públicas como en privadas, asisten mayoritariamente a las clases, son evaluados de manera acertada y están contentos con las clases virtuales.
La segunda crítica es más difícil de combatir, y hacer referencia al hecho de que educar es más que dictar unos contenidos y que en varias carreras por decirlo de alguna manera: “la cara del santo es la que hace el milagro”.
La cuestión es que puede ser cierto que la virtualidad es más compleja que abrir una plataforma, hablar con micrófono y cámara, conversar con algunos y hacer un examen virtual por otra plataforma, y otras pocas acciones.
Pero la respuesta es que la virtualidad académica universitaria no solo no es nueva, sino que en Colombia, en los últimos 5 años sobre todo, estaba alcanzando unas dimensiones de cambio de paradigma para el futuro, como se dijo repetidamente el año pasado:
(https://www.elespectador.com/noticias/educacion/una-educacion-cada-vez-menos-fisica-articulo-735695 ).
No tiene sentido por todo lo dicho retornar el semestre entrante abruptamente a la presencialidad en las universidades sin hacer un análisis adecuado de cómo está funcionando la educación virtual en este tiempo de emergencia y un balance de ventajas y desventajas.
Pero no solo por el peligro que puede representar todavía este año, como es mi caso, el riesgo de reunir a mis 70 estudiantes de pregrado en el salón histórico habitual, a mis 30 de electiva en el saloncito de siempre que era una oficina, o a mis 10 de posgrado en una mesa de junta como estábamos haciendo antes del confinamiento.
También hay que ver, por lo menos a corto y mediano plazo, y para la mayoría de las carreras (por supuesto no para las asignaturas que requieren presencialidad), cuáles pueden ser los beneficios adicionales de prolongar la virtualidad un poco más y pensar si se puede volver parte de la estrategia educativa en el futuro, combinada con las clases presenciales claro está.
Adicionalmente habría que analizar cuánto dinero se ahorra un estudiante de pocos ingresos si no se desplaza todos los días a la universidad sino la mitad o menos del tiempo original, mejorando su nivel de vida y capacidad de compra, eso sí, sin dejar de recibir sus subsidios.
Pero además, se podría investigar cuanto tiempo adicional tendría para estudiar más e incluso para comenzar a tener prácticas laborales, ayudar a la comunidad y la familia u otras actividades culturales o deportivas. Esto se puede hacer restando, del total de tiempo desde que sale de la casa y regresa, el número de horas que realmente estuvo en clase, y seguramente dará la cuenta entre tres y cuatro horas en las grandes ciudades.
Valdría la pena igualmente que se mida el impacto ambiental positivo de esa no presencialidad parcial, y que se estudie la posibilidad de ampliar a partir de ello el cupo universitario a algunos de los muchos que no pudieron acceder a la educación pública superior en parte por limitaciones de espacio.
Creo que la universidad virtual llegó para quedarse, por lo menos en el ámbito público en el que no hay que justificar matrículas a veces exorbitantes con música clásica en los parqueaderos.
Estoy hablando por supuesto de una virtualidad parcial, quiza mitad y mitad en las carreras que sea posible, y puesta en marcha de una manera estratégica y planificada, diferente a la que tuvimos que vivir y aun estamos experimentando en esta emergencia.
Finalmente, considero que por lo menos en el resto del año debería mantenerse la situación actual por lo menos en las universidades públicas en las que la asistencia virtual ha sido más que mayoritaria, no solo por los peligros de salud por todos conocidos, sino porqué además así se puede porque así podemos ir profundizando en el aprendizaje y construcción de este nuevo modelo de vida y de enseñanza.