La dignidad humana no puede incrementarse ni puede disminuirse. Ni siquiera la universidad nos añade algo más de dignidad, somos nosotros mismos en relación con el otro.
En mi pasada columna busqué reflexionar sobre la realidad de muchos de los egresados de las universidades. Frente a todo lo que planteé, partí de lo importante de reconocer el lugar sobre el cual, muchos de ellos tienen que iniciar sus vidas profesionales. Dije además que, el problema es tan profundo que lo que más está en juego es la dignidad misma de las personas. Cuando se construyó la carta de los derechos humanos, Jacques Maritain puso sobre la mesa la frase que consiguió? la aceptación unánime de los participantes: “todos los seres humanos tienen igual dignidad”, sobre ese juicio se construyeron todos los compromisos de derechos humanos. Esta es la grandeza de cada uno de nosotros. La que desarrollo? la ética liberal sobre el principio de “trata a los demás con el respeto con que quieres que los demás te traten a ti”; la que llevo? a Kant a afirmar que ninguno de nosotros puede ser utilizado como medio, porque cada ser humano es un fin en si? mismo. La que en la tradición judaica y en las grandes tradiciones religiosas de los pueblos afirma que cada mujer y cada hombre es imagen de Dios, y lugar privilegiado de la manifestación del misterio trascendente. La dignidad humana no puede incrementarse ni puede disminuirse. Ni siquiera la universidad nos añade algo más de dignidad, somos nosotros mismos en relación con el otro. No lo hemos entendido aún. Es usual ver en las redes sociales denuncias de personas que, con prepotencia y sobrada altivez, le dicen a un policía, a una persona humilde, a un taxista o un obrero si es que acaso “Usted no sabe quien soy yo”. Lo recordé cuando hace unos días se anunció la campaña al Concejo de Bogotá de uno de estos protagonistas. Y cuando uno mira eso, surge la pregunta: y acaso, ¿quién carajo es usted? Es que acaso se tiene más dignidad por ser doctores, magísteres, concejales, por estudiar en una universidad o por tener dinero… como tampoco tendrán más dignidad mañana por ser alcaldes, ni presidentes, ni premios nobel, ni gerentes de una gran empresa. Nunca podremos tener más dignidad que la que tiene un pescador del Magdalena, un desplazado de Soacha, una campesina, un indígena, un campesino de Jericó, una madre comunitaria de Bello o, un habitante de la calle.
Nuestro gran pecado estructural de creernos más que los demás, está generando una sociedad indiferente a los problemas, paralítica, inmóvil, incapaz y con altos niveles de frustración. Necesitamos transformarnos, necesitamos reconocernos los unos a los otros, sin destruirnos, sin pretender ser más que los demás. Los invito a llevar profundamente en el alma esta convicción, porque los colombianos, arrancados de la grandeza de nuestro propio pueblo sin saber por que?, nos hemos ensan?ado unos contra otros, nos hemos despreciado, nos hemos odiado, nos hemos matado. Hemos llegado a pensar que hay unas vidas humanas que valen más que otras, nos hemos visto asesinando para controlar la tierra, hemos excluido a los indígenas y al Choco? negro, hemos preferido la seguridad de las empresas a la seguridad de la gente. Hemos llegado a pensar que el dinero es más importante que la gente, o que tener plata nos hace más significativos, más dignos más merecedores que los demás.
¿Y, quién es usted? Hacemos parte de una bella generación. Somos ese alguien que son capaces de pensar en grande. Yo se? que podemos. Somos una generación que quiere vivir sumergida en la simplicidad, con un horizonte definido, convencidos de que somos capaces. En el viaje que hacemos hacia nuestros lugares de procedencia, hacia las regiones de Colombia, habría que preguntarnos: ¿y ustedes para qué es que son buenos? Que finalmente resulta siendo más útil. Nos jugamos el sentido de lo que somos nosotros mismos en la decisión de poner en práctica esa bella máxima: “vive de tal manera que tus huellas sean tan profundas que se conviertan en guía”