Cuando se le agote su ciclo al actual Vladimir Putin será sustituido, sin duda, por otro que se le parezca, pues Rusia no se acomoda a gobernantes débiles, que compartan el poder con parlamentos, o dumas, como las llaman allá
Vladimir Putin
El fenómeno del poder personal con atribuciones omnímodas ahora se repite en Rusia. Ello resulta inevitable tratándose de una nación acostumbrada al absolutismo, del que no se desprende nunca, por el riesgo de entrar en barrena. Es traumático allá, como en casi todos los países orientales, que falte un hombre fuerte al frente del gobierno. Aquello que conocemos como Rusia es un conjunto de nacionalidades ligadas entre sí, dependientes de San Petersburgo otrora y de Moscú ahora, sin que falte a veces la repulsa o el desaliento en algunas de ellas con su condición de dependencia. Solo una vez ese amasijo se deshizo y fue cuando le entró la fiebre de la independencia a los 16 pueblos asociados, con ocasión del derrumbe de la URSS y la caída del partido Comunista, que era el lazo que los unía y amarraba. Fuera de la vecindad, el idioma en parte y una raíz étnica común no había más vínculo que los juntara. Sin omitir, desde luego, el predominio militar ruso cuando fuera menester mostrarlo o hacerlo sentir.
Mas no tardaron en volver al redil casi todos llevados por inocultables, ostensibles afinidades históricas. Salvo las más fuertes y cercanas a Europa (Ucrania, Bielorrusia y Georgia, por ejemplo) que de hecho operan como países autónomos, pese al parentesco e identidad con Rusia. Los que se apartaron pues, fueron unos cuantos que sin ser tan sumisos como antes, mal que bien permanecen en la órbita moscovita, dada la proximidad, la presencia rusa en la frontera, presencia siempre alerta y dispuesta a todo, como hace siglos, en los albores del Imperio. Recordemos, a propósito, como Ucrania no hace mucho perdió la muy estratégica península de Crimea a manos de Putin.
Volviendo al tema del poder personal arriba mencionado, él responde a una larga tradición, ininterrumpida, además, pues allí jamás dejó de mandar en solitario alguien que concentra en su puño todas las riendas, sea el zar hasta 1917, o un plebeyo sórdido y astuto como Stalin y quienes, igual de autócratas, a su muerte fueron sucediéndose en el mando. El poder absoluto está en las entrañas del alma rusa. Lo ejercieron hace ya siglos déspotas emblemáticos e implacables como Iván El Terrible. O personajes emprendedores y constructivos como Pedro El Grande, a quien se le debe el vigor y la expansión inicial del Imperio. Y lo ejerció la prolongada dinastía de los Romanov, comprendido Nicolás, el último, reemplazado por Lenin, quien, después del republicano y efímero Kerensky, eliminó de un tajo la monarquía.
Cuando se le agote su ciclo al actual Vladimir Putin será sustituido, sin duda, por otro que se le parezca, pues Rusia no se acomoda a gobernantes débiles, que compartan el poder con parlamentos, o dumas, como las llaman allá. Y con nada que se les asemeje, así desempeñen el rol que se les conoce en el resto del planeta y que se espera de los cuerpos legislativos en una democracia liberal que allá resulta contraindicada e imposible, pues no coincide con la idiosincrasia de ese pueblo, urgido siempre de un líder autoritario. O, más precisamente, de un padre severo, que se haga obedecer. En próxima ocasión continuaremos con la semblanza y el estilo de Putin, que tanto desconciertan. Y con la transmutación de la alta burocracia soviética, de la que él proviene, en la nueva y rutilante burguesía de hoy.
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