El Estado no es malo o corrupto per se o por capricho de sus dirigentes, sino porque es el producto de una sociedad permeada por la maldad y la ilegalidad.
Pareciera que culturalmente estuviéramos predispuestos a convivir con estos escalofriantes fenómenos. Violencia y corrupción conforman inequívocamente el marco general sobre el cual existen todo tipo de delitos y criminalidad; nada en el denominado bajo mundo del ser humano puede entenderse sino en ámbito de estas dos expresiones.
Todo lo antisocial y que está en discordancia con las normas y las disposiciones que se han preestablecido para la armonía y la sana convivencia social, aflora a través de la corrupción y/o la violencia, en un momento dado llega a ser tanta su similitud y parecido en su forma de actuar que pueden inclusive confundirse. Ya se volvieron constantes los escalofriantes hechos de violencia y de corrupción que suceden con frecuencia en nuestra cotidianidad. Ya es costumbre y nos parece normal escuchar sobre masacres de líderes, de personas muchas de ellas inocentes y ajenas al terrible conflicto social que vive Colombia, que nada deben ni al Estado ni a la sociedad, asesinadas como víctimas de esta guerra absurda y de la inexplicable polarización en la que ha vivido el país desde tiempos inmemoriales. Ya se volvieron normales los hallazgos delictivos y escándalos noticiosos sobre los permanentes y sucesivos saqueos (robos) a que está sometido el patrimonio público. Alguien decía, con mucha razón, que en nuestro país la violencia se ha entronizado en el alma nacional como si hubiéramos aprendido a convivir con ella, da la impresión de que nos hiciera falta como un elemento importante y muy vital en el proceso social y político que hemos estado construyendo, como hijos y habitantes de un país que se acostumbró a este modus vivendi, a la cultura de la ilegalidad. Nuestro pueblo lucha en medio de una profunda inestabilidad social y política que lo ha venido haciendo inmune a ciertas manifestaciones de dolor, angustia y crisis existenciales, producto de toda esa ola de cosas malas que ocurren con frecuencia y frente a las cuales no nos hemos acabado de reponer cuando pasan otras iguales o peores y más perversas que las anteriores. Ello entristece y colma de ansiedad y a la vez de esperanza al pueblo que sufre y espera que esta vez sí va a ser la que toque las más profundas fibras sociales y nos permita recomponer el rumbo de trasformación y redención de todo ese inmenso mar de maldad, crueldad e injusticia que nos circunda. Pero, increíble, después de una cualquiera de las barbaries y graves episodios de criminalidad –de saqueos y de despojos-, suceden otros y luego otros iguales o incluso mucho más crueles y así sucesivamente, en una espiral sin fin y sin control a la que ya nos hemos acostumbrado y a lo cual parece que fuera imposible resistirse en esta dramática tragedia nacional.
Los abuelos decían –lo recuerdo con nostalgia- tal vez desde aquellos tiempos, previendo lo que ocurriría a nuestra maltrecha patria, que “hay males que son necesarios”. Hay cosas que van ligadas a nuestra razón de ser y de pensar, que yacen en lo más profundo y misterioso de nuestros valores y sentimientos. ¿Será que la corrupción y la violencia son algunos de esos disvalores? ¿Son éstos concomitantes a nuestra razón de ser y de existir?
La corrupción es incluso en sí misma una forma inequívoca de violencia, es una negativa fuerza que irrumpe en el mundo de la legalidad y el bienestar e impone su criterio su actuar nocivo y fraudulento que se opone a lo legal, al deber ser social y constitucional. ¿Cuándo va a parar el proceso creciente de corrupción que hemos legitimado con nuestro silencio?; ¿en verdad nos hemos ya acostumbrado a que este perverso fenómeno de corrupción y violencia esté intrínsecamente ligado al proceso social y político de nuestro país?
Ambos fenómenos -violencia y corrupción- surgen de las entrañas mismas de la sociedad, de lo más íntimo y secreto del comportamiento humano y del sistema organizacional que la sociedad se ha dado equívocamente para buscar allanar caminos que nos conduzcan a la sana convivencia. El Estado no es malo o corrupto per se o por capricho de sus dirigentes, sino porque es el producto de una sociedad permeada por la maldad y la ilegalidad.
No es posible prevenir con certeza sobre a qué o a quiénes recaen estos comportamientos, desde el más humilde de los mortales hasta el más culto, acaudalado, negro, blanco, azul, verde, amarillo, de izquierda o de derecha, puede verse inmerso en prácticas corruptivas. Desde personas humildes y también, no es extraño, que miembros de las más distinguidas y adineradas familias acostumbren a alimentar sus egos con la realización de repugnantes e indeseables conductas antisociales. La maldad de nosotros los seres humanos no es que esté en el Estado, en las instituciones o en los gobiernos, no, éstos son problemas esencialmente sociales, recordemos aquel sabio adagio de uno de los más grandes pensadores que ha dado la humanidad Jean Jacques Rousseau “el hombre nace bueno y la sociedad lo corrompe”. Nacemos en estado de pureza y de neutralidad sobre todo lo que existe; pero la sociedad nos va moldeando, nos va diciendo como es que debemos comportarnos. He ahí las razones por las cuales el mundo y las cosas que nos circundan nos van influenciando, nos van diciendo cual es el camino que seguir –lo que es bueno y lo que es malo- según esas convicciones y los paradigmas imperantes en el entorno social donde nacimos y crecemos (aprendemos a ser como somos).
Nunca tendremos un Estado impoluto, un gobierno sin corrupción, sin que esos terribles males sean extirpados de nuestra sociedad, pues es en la sociedad donde se educan y se escogen a los gobernantes, no al contrario. La inexplicable apatía social es la que ha permitido que tanta maldad siembre de hambre, miseria, terror, miedo y grandes dificultades a quiénes no hacen parte de ese inmenso y “lucrativo”, pero perverso mundo de violencia y de corrupción que nos ha gobernado desde la existencia misma de la humanidad.