Descalificar a los otros y asumir que estamos en lo correcto es cómodo, pero no es conveniente.
“Petro peinó a todos los furibestias”. “Duque puso a llorar los mamertos izquierdosos”. “Fajardo dejó callados a los amigos de la corrupción”. Frases como las anteriores circularon en redes la semana pasada, después del “Debate Caribe” entre candidatos presidenciales.
“La captura de Santrich demuestra que los del No teníamos razón: la Farc están incumpliendo los compromisos adquiridos; advertimos que no se podía negociar con terroristas”. “Santrich nunca habría sido capturado de no ser por el proceso de paz, el accionar de la Fiscalía es prueba de que el Acuerdo se está haciendo respetar y de que las instituciones no se le entregaron a la guerrilla”. “La captura de Santrich es la demostración más contundente de que el Estado colombiano engañó a la Farc, la exguerrilla fue asaltada en su buena fe”. Comentarios de ese tipo inundaron Twitter el lunes, cuando no habían pasado más de dos horas después de que se anunciara la captura de Seusis Pausias Hernández, alias Jesús Santrich.
Las anteriores afirmaciones, a pesar de que hacen referencia a dos situaciones diferentes, dan cuenta de un tipo de actitud hacia la política: opinar de manera inmediata respecto de cuestiones complejas, sin haber analizado la evidencia pública disponible y basándose, principalmente, en las preconcepciones y prejuicios compartidos por los grupos de referencia de los que se hace parte. Estoy casi seguro de que la mayoría de las personas que comentaron animadamente el debate presidencial no se han leído las propuestas de gobierno de los diferentes candidatos (no estoy juzgando, tampoco me las he leído), y de que quienes, por un lado, absolvieron y, por el otro, condenaron a Santrich, no tenían argumentos sólidos para sustentar tanto su absolución como su condena, pues pocas personas en Colombia conocen en detalle la evidencia probatoria del caso.
Lo que todos vemos es igual, pero las interpretaciones de los mismos hechos varían dependiendo del grupo político con el cual nos sentimos más identificados. Esto es apenas normal, y no es motivo para sentirnos avergonzados: el mundo de la política es muy complejo y está marcado por un problema de información imperfecta. Por lo cual, lo que la mayoría de ciudadanos hacemos es apelar a referentes, como líderes o medios de comunicación determinados, que nos ayuden a darle sentido al aparente caos que se presenta ante nosotros.
Pero estamos llegando demasiado lejos. El debate político nunca podrá ser una deliberación perfectamente racional basada en lo que Habermas llama “la coacción no coactiva del mejor argumento”, pero tampoco tiene por qué ser un bullicio incomprensible y desordenado como el que tenemos ahora, que más que una discusión política, parece una competencia por el que lance más gritos e insultos. Todos creemos tener la razón sobre todo y asumimos que quienes disienten de nosotros son estúpidos o malintencionados, de allí que señalemos con nuestro dedo inquisidor pidiéndoles, e incluso exigiéndoles, silencio. Descalificar a los otros y asumir que estamos en lo correcto es cómodo, pero no es conveniente. En Colombia, tenemos que buscar cómo nos las arreglamos para convivir todos y no pretender callar a quienes discrepan de nosotros.
Además: Todo tiempo pasado fue peor
En momentos así es bueno recordar uno de los grandes clásicos de la filosofía política moderna, John Stuart Mill. Me excuso por introducir una cita larga en este espacio, pero no podría expresar de manera más bella, que Mill, su contundente defensa de la libertad de pensamiento y discusión, que presupone la aceptación de quien piensa diferente como un interlocutor válido.
“Si toda la humanidad a excepción de una persona fuera de una opinión, y solo esa persona fuera de la opinión contraria, la humanidad no estaría más legitimada para silenciar a dicha persona de lo que esta estaría para silenciar a la humanidad, suponiendo que tuviera el poder para ello. La peculiaridad del mal que supone silenciar la expresión de una opinión es que supone un robo al género humano, tanto para la posteridad como para la generación existente, y para los que disienten de esa opinión todavía más que para los que la sostienen. Si la opinión es correcta, se les priva de cambiar el error por la verdad; si es errónea, pierden lo que es un beneficio casi igual de grande, una percepción más clara y una impresión más viva de la verdad, producida por su confrontación con el error”, afirmó Mill en Sobre la libertad (1859).
En Colombia, los argumentos del filósofo inglés están más vigentes que nunca. Tal vez es hora de hablar menos y escuchar más (y mejor) los argumentos de nuestros contradictores, a ver si alcanzamos “una percepción más clara y una impresión más viva de la verdad”.