Aunque los ojos de la región están puestos en las dimensiones políticas de la crisis venezolana, los derechos humanos de su población menor de edad no se pueden soslayar.
Cuando el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas se reunió hace algunos días, a pedido de Estados Unidos, para revisar la situación de Venezuela, ocurrió lo que era previsible: no sucedió nada. La sesión languideció hasta que el presidente de turno, embajador Anatolio Ndong Mba de Guinea Ecuatorial, dio por concluida la cita.
El veto de Rusia y China congeló la propuesta estadounidense pidiendo elecciones generales, reconocimiento de Juan Guaidó como presidente interino e ingreso de ayuda humanitaria a Venezuela. El borrador de resolución ruso, que no obtuvo votos suficientes, proponía apegar el ingreso de ayuda humanitaria a los principios de humanidad, neutralidad e imparcialidad de la ONU y promover el diálogo entre las partes. Tres días antes el Grupo de Lima reunido en Bogotá suscribió una declaración de tono semejante a la propuesta de Estados Unidos, aunque la gran diferencia está en su “condena a cualquier provocación o despliegue militar que amenace la paz y la seguridad de la región”.
La comunidad internacional y en particular 14 países latinoamericanos exigen la salida de Maduro, demandan nuevas elecciones, reconocen a Juan Guidó como presidente encargado y presionan por el ingreso de una asistencia humanitaria que pudo tramitarse por otros canales. Por su parte, el régimen venezolano sufre la presión económica y el aislamiento internacional, pero persiste tercamente en lo suyo, al tiempo que el hoyo de la crisis, de todo orden, se hace más profundo. No hay señales de que tolerará la entrada de la ayuda humanitaria o que convocará a nuevas elecciones.
Mientras la crisis y la sin salida persisten y no surgen visos de entendimiento dentro ni fuera del país, el tiempo corre en sentido contrario a los derechos humanos de la población y, en particular, a los de la niñez. En un país donde el 32.1% tiene menos de 18 años, con deficiencias nutricionales críticas, tanto por la escasez de alimentos como por una inflación desatada que pulveriza diariamente los salarios e ingresos de la población, la salud pública acaba siendo la gran pagana. Y, desde luego, a las patéticas condiciones de vida en Venezuela, se agrega el éxodo de 3’400.000 venezolanos, muchos de ellos menores de edad, lanzados a la incertidumbre de la diáspora.
Como no podía ser de otra manera, la educación está severamente afectada por la crisis política, económica y social que afecta al país y el abandono escolar, en todos los niveles, es uno de sus más duros indicadores. Según la Universidad Central de Venezuela, el 2003-2004 los colegios públicos tenían 6.750.393 de alumnos; en el periodo 2016-2017, contra todas las tendencias, el número de estudiantes se redujo a 5.036.734, 25% por ciento menos que el periodo anterior, cuando tendría que haber aumentado.
La disminución afecta también a la educación privada. Entre 2015-2016 y 2017-2018 el número de alumnos se redujo más del 10%. Entre 2012 y 2015 el programa de atención a la primera infancia cayó un 40 %. Entre 2006 y 2016, sin considerar los dos últimos años especialmente críticos, el porcentaje de niños y adolescentes escolarizados bajó 33.9%. Este panorama desolador se completa con una situación equivalente en el magisterio, así como en las entidades técnicas y universitarias.
Aunque los ojos de la región están puestos en las dimensiones políticas de la crisis venezolana, la realidad de los derechos humanos de su población menor de edad no se puede soslayar y menos aún el derecho a la educación de los niños y jóvenes migrantes, -con atención especial a las niñas- que reclaman respuestas adecuadas por parte de los aparatos educativos de los países donde ahora viven. Una educación respetuosa de la realidad de su tierra, por ahora distante. Como señala la Unesco, esa es la mejor asistencia humanitaria que les podemos ofrecer.