El economista Luis Guillermo Vélez visitó el pasado jueves 1° de agosto la frontera colombo-venezolana y hace un relato de cómo es allí la vida de los venezolanos. Varios de ellos tenían mucho y lo perdieron todo, otros no tenían nada y se mantienen en las mismas condiciones, y lo único que todos tienen en común son las ganas de sobrevivir y salir adelante.
Por: Luis Guillermo Vélez Álvarez
(Todas las fotografías de personas que acompañan esta crónica fueron tomadas y son publicadas con su autorización. Leider Maldonado aceptó ser mencionado con su nombre y apellido. Con afecto, respeto y admiración la dedico a él, a su hijo, a Fredy, a Diana, a Ángel, a Frank, a Pedro y a todos los venezolanos de la frontera que luchan todos los días por llevar una vida digna).
Cuando uno se monta en un taxi limpio y bien tenido es casi seguro que el conductor es también el propietario. Fredy, a quien la fortuna puso en mi camino a la salida del aeropuerto, adquirió el suyo, que parece como nuevo, hace 10 años, cuando tomó la decisión de venirse a trabajar a Cúcuta, porque sus ingresos eran insuficientes para mantener su familia, con la que aún reside en Ureña.
Administrador de empresas, colombo-venezolano, casado con Diana, también administradora, Fredy cruza todas las mañanas la frontera por el puente Francisco de Paula Santander para trabajar su taxi en Cúcuta, y retorna en la tarde llevando algún dinero y, principalmente, los productos que requiere su familia para su cotidiano vivir. Pero no puede llevarles los servicios públicos domiciliarios: ni la electricidad, de la que están privados hasta 8 horas diarias; ni el acueducto, del que carece toda Ureña y que Fredy suple comprando mensualmente un carro-tanque de agua; ni el internet, permanentemente colapsado.
Profesionales exitosos, Diana y Fredy trabajaban en empresas multinacionales – McDonald’s y Avon – por los días en que empezó a deteriorase la economía venezolana. Diana, antioqueña de nacimiento, llegó a Venezuela prácticamente sin salir de la cuna, cuando sus emprendedores padres decidieron probar fortuna en ese país hace 40 años.
Montaron una fábrica de zapatos que prosperó rápidamente, su patrimonio se acrecentó y, a la llegada del chavismo, tenían algunas propiedades a ambos lados de la frontera. Como muchas otras actividades, la producción de zapatos colapsó, los padres de Diana cerraron la fábrica y, para vivir, empezaron a vender sus propiedades, a un precio cada vez más bajo. El papá falleció hace 4 años y la mamá reside en Medellín, en una pequeña casa en el barrio Zamora, último resto del naufragio de su fortuna.
Es duro pasar de desempeñarse como administrador y conducir su propia camioneta a conducir un taxi para los demás, admite Fredy. Pero hay otros a los que les ha ido más mal, como Ángel, técnico de confecciones, quien se vio forzado a cambiar su trabajo en una fábrica - antes próspera, ahora cerrada - por una modesta venta de bananos y aguacates a la vera de la autopista que de Cúcuta conduce a San Antonio.
Pero hay otras personas, sin nada para vender, que están peor que Ángel, como las trescientas o cuatrocientas que desde las 10:00 de la mañana hacen fila, al frente de un restaurante situado a 200 metros de la venta de Ángel, para recibir el almuerzo que distribuye gratuitamente una entidad caritativa. Y hay otros que estarán peor, porque cuando lleguen al restaurante se habrán acabado los alimentos, o que nunca llegarán porque no alcanzaron a cruzar la frontera a tiempo, o porque mueren de hambre en algún lugar de la atribulada Venezuela.
Para impedir la entrada de la ayuda humanitaria, los esbirros de Maduro colocaron en los puentes Simón Bolívar, en San Antonio, y Francisco de Paula Santander, en Ureña, grandes contenedores pintarrajeados con la bandera venezolana. Todavía están ahí impidiendo el flujo automotriz, por lo que los miles de venezolanos que cruzan diariamente la frontera en ambas direcciones deben hacerlo a pie.
Esto ha dado lugar a la aparición de un oficio, el de los maleteadores o maleteros, quienes por unas dos o tres “lucas”, sobre sus propios hombros o en carretillas, pasan las maletas o los bultos de los viajeros obligados a hacer trasbordo. Es un servicio que vale su precio porque la caminada de 15 minutos con un fardo a cuestas es agobiante, bajo el sol abrasador que calienta a Cúcuta.
Aunque el servicio de los maleteros tiene demanda, la oferta, en ocasiones, es tan abundante que muchos regresan a su casa, en Ureña o San Antonio, sin nada que llevarle a los suyos, como Frank, quien a las 3:00 de la tarde volvía al lado venezolano, derrotado, me dijo, sin haber pasado una sola maleta desde la cinco de la mañana, hora en que había llegado a trabajar.
Las gentes que cruzan la frontera son de dos clases: las que vienen para Cúcuta o, a lo sumo, van hasta Pamplona, quienes pasan sin más formalismo que enseñar su cédula; y las que se adentran más en territorio colombiano y están por ello obligadas a sellar su pasaporte en el puesto de inmigración. El trámite puede demorar cinco o más horas y, como siempre que hay filas, aparece la pequeña corrupción: venta de puestos o un sellado expres, que vale 10 o 20 “lucas”, dependiendo de la situación del mercado.
La llegada masiva de esta segunda clase de viajeros ha dado lugar al surgimiento de un nuevo oficio: el asesor de viaje, ejercido también por venezolanos, como Pedro, con esposa y dos hijos en San Antonio, cuya función es orientar a los migrantes hacia alguna de las múltiples “agencias de viaje” que proliferan en el lado colombiano de la frontera.
Las “agencias de viaje” no son más que pequeñas terminales creadas por transportadores colombianos que disponen sus buses para llevar a los inmigrantes que tienen con qué pagar el pasaje a Bucaramanga, Medellín, Bogotá, Cali o hasta la frontera con Ecuador.
A los viajeros que llegan sin efectivo, pero con joyas, relojes u objetos de valor los esperan las compraventas o prenderías donde pueden vender o empeñar sus pertenencias, para hacerse al precio del anhelado pasaje que les permitirá tomar el bus hacia su destino final o provisorio. Inútil decir que no es mucho el dinero que reciben los migrantes a cambio de sus bienes.
La frontera de Ureña en mucho menos congestionada y caótica que la de San Antonio, en realidad es, habida cuenta de las circunstancias, bastante tranquila. A San Antonio llegan los buses provenientes del interior de Venezuela lo cual eleva considerablemente el número de personas que pasan por allí. Por la frontera de Ureña transitan, fundamentalmente, habitantes de esa localidad que pasan a trabajar o a estudiar en Cúcuta o a comprar productos para el sustento diario, productos que hace tiempo han desaparecido de los mercados de su ciudad.
Tanto por el lado de San Antonio como por el de Ureña transitan diariamente centenas de niños y jóvenes que asisten a las escuelas de Villa del Rosario o Cúcuta. Estos niños y jóvenes están entre los más perjudicados por la interrupción del tráfico vehicular por los “contenedores bolivarianos” colocados por la dictadura en la mitad de los puentes fronterizos. En pequeños grupos los niños caminan de un lado a otro, bromeando, sonrientes, jugando, como si nada pudiera quitarles la alegría propia de la edad.
De las casas de cambio han desaparecido los arrumes de bolívares que se veían hace algunos meses: ya nadie los compra, ya nadie los vende, ya nadie los carga, ya nadie los quiere. El bolívar – el fuerte y el soberano – es una moneda muerta. No es medio de cambio y tampoco unidad de cuenta. En Ureña y San Antonio, dice Fredy, los precios se fijan en pesos; más allá, en dólares.
En la frontera de Ureña encontramos a Lieder Maldonado, un amigo de Fredy. Cuando este le contó que estaba recogiendo material para una crónica, me trató con hostilidad. La prensa colombiana es injusta y sólo muestra lo malo, me dijo. Hace algunos días – continúo – un noticiero de la televisión colombiana mostró a un par de señoras peleando por un saco de harina. Eso en verdad sucedió – admite-hay disputas, pero también esta crisis nos ha enseñado a compartir, como lo hacemos todos los días los miembros de mi iglesia.
Leider es miembro de una iglesia cristiana de la localidad de Ureña. Había pasado a Cúcuta a comprar alambre de cobre para las instalaciones eléctricas de la nueva sede de su iglesia que están construyendo. Así es, Leider y sus correligionarios, en medio de la espantosa crisis de su país, están construyendo un templo: esto significa que, en Venezuela, donde se ha acabado casi todo, todavía hay esperanza.