La salida de este laberinto interior que se ha proyectado maravillosamente nos lo proporcionan seres humanos concretos.
Los primeros campos de estudios se parecían mucho a conventos austeros, sencillos; los originales de la Academia platónica o el Liceo fundado por Aristóteles son descritos como recintos o jardines para el paseo, la conversación y la meditación. Quizás la Biblioteca de Alejandría con sus enormes dimensiones fuera una excepción. Ahora un simple colegio de bachillerato alberga miles de estudiante y cientos de profesores que pueden pasar años sin conocerse y sin tener contacto; la universidades ya crecen en altura y ya son torres de muchos pisos y espacios enormes pero de un abigarramiento inhumano casi incomprensible.
El gigantismo contemporáneo excede toda imaginación anterior; trasatlánticos más grandes que una ciudad intermedia llevan a miles de turistas en medio de una diversidad de ofertas de actividad que supera casi seguramente las primeras ferias universales que se hicieron al comienzo de la era industrial. Ni hablar de las ciudades descomunales en las cuales se requieren meses o años para ser solamente reconocidas a vuelo de pájaro.
Lo gigantesco, lo descomunal rodea el ser humano y cientos de canales en su control del televisor son su expresión en la mano; una red de sitios e información superior a cualquier red neural de un grupo de seres humanos inteligentes ha desbordado ya la imaginación. La multiplicación exponencial del crecimiento de todo ha logrado la realización de la fantasía humana de Babel y ya la torre crece hacia los bordes del universo. La colonización de los cuerpos celestes no es una fantasía y se estudia su habitabilidad y no extraña si se requieren varias generaciones a bordo para llegar al destino; los viajes del siglo XVI para reconocer el planeta con sus riesgos y aventuras parecen solo una salida dominical.
Frente a todo este crecimiento vertiginoso uno se pregunta por las cosas esenciales pues hay un desbordamiento desmesurado, hipertrofiado de las opciones y los caminos. Los términos de contenido obvio no lo son y vida, por ejemplo, es, en la sola figuración física del código genético, un arrume de guías telefónicas apiladas en una espiral abrumadora que sólo ilustra el signo de los tiempos: gigantesco, inabascable, inimaginable, titánico, en una palabra, inhumano.
Esa dimensión no nos debe extrañar pues lo titánico, lo estelar y la profundidad del mar en la suma de lo oceánico y lo cósmico están en nuestra propia red de conexiones neurales. El gigante no nos amenaza, nos abruma por un instante pero la salida de este laberinto interior que se ha proyectado maravillosamente nos lo proporcionan seres humanos concretos, poetas, pensadores, seres humanos sencillos y corrientes que han navegado en el maremágnum exitosamente saliendo a navegar y regresando de vuelta.
Puedo mencionar a Robert Walzer y a Henry David Thoreau. El primero es un escritor que encontró en el aislamiento de un sanatorio para enfermos mentales el espacio propicio para su creación poética y pensante; Thoreau propuso con su vida y su obra la desobediencia civil como una estrategia de recuperación de lo humano de la especie. La tradición judeo-cristiana y las religiones monoteístas en general recomiendan periodos de retiro y asilamiento como una manera de regresar a sí mismo y a Dios. Creo que todos ellos solo han vuelto a poner en obra algo que el chamanismo ancestral, como forma de la experiencia religiosa original, ha sabido y pone en práctica, con sesiones más o menos largas de soledad y ayuno, como camino y espacio imprescindibles para recuperar el hilo de una vida humana.