Siempre queda por ver cuando se cruza de la informalidad a la ilegalidad no solo en la economía sino también en la política
La angustiosa, deplorable, grosera y desoladora desigualdad de riqueza entre países, entre pueblos y entre individuos muestra que el capitalismo es de suyo excluyente y oligárquico en proporción paradójicamente inversa a su globalizada e incluyente cultura económica. De entrada y de salida beneficia a los que ya son capitalistas entre los cuales los emprendedores exitosos que entran al club de los ricos son la excepción que confirma la regla.
La reproducción exitosa del capitalismo exige un sistema político y legal cómodo, predecible y estable; estas características solo se la pueden proveer estados nacionales y legislaciones internacionales con seguridad jurídica y política, es decir, con gobernabilidad estable. Durante poco más de doscientos años el sistema político implementado en la democracia liberal ha demostrado que, a pesar de sus altibajos y de las duras pruebas a que ha sido sometido, es el modelo más funcional para el desarrollo del capitalismo.
Para que el modelo político se adecúe más eficientemente al sistema económico se regula cada vez más el sistema político y por ello se han implementado modelos de certificación de la democracia como el de la Ocde. Esas certificaciones son a la vez examen de suficiencia y de admisión, porque pretenden la adecuación del sistema político al sistema económico tratando de evitar fugas de gobernabilidad y de estabilidad política provenientes de reivindicaciones sociales y por ello se incluyen derechos propios del estado de bienestar (salud, educación, trabajo) y derechos colectivos (paz, seguridad y medio ambiente). En este sentido los derechos no se reconocen por altruismo y bonhomía sino por estrategia de supervivencia del sistema.
Para una izquierda radical vinculada a la máxima moral según la cual “mientras más peor, mejor”, el reconocimiento de esos derechos anestesia la voluntad reivindicativa. Para la derecha radical el reconocimiento de esos derechos resulta muy costoso porque la certificación del sistema político exige legislación tributaria, régimen laboral, comercial, adecuaciones burocráticas y logísticas y medioambientales que son demasiado onerosas en el corto plazo para quien todavía no es suficientemente rico para implementarlas o, lo que es más importante, para quien, por miedo o tacañería, no arriesga lo que tiene, mucho o poco, en la vorágine del mercado formalizado; pero también se les considera anestesiantes en el sentido de que la provisión de derechos paraliza la voluntad emprendedora que es tan propia del desarrollo del capitalismo; y, por último, excluyente, porque los beneficios del capitalismo terminan en manos de un club oligárquico.
Por eso no es casual que además de la ya tradicional indignación de izquierda contra el capitalismo y el liberalismo, exista una ola de indignación política no “contra” el capitalismo en general sino con la forma de capitalismo regulado. Esa ola recorre el mundo en forma de gobiernos de derecha radical promoviendo una revolución hacia atrás que si bien no amenaza al capitalismo en su conjunto va en contravía del capitalismo moderno certificado que incluye como hemos dicho, derechos sociales y colectivos. Y son tantos los indignados contra el capitalismo en general como los indignados con el capitalismo regulado en especial.
Y para hacer gobierno con base en esa indignación, se apela a procedimientos políticos también informales que desvirtúan los que son propios de la democracia liberal y representativa al desconocer la sujeción de la política al derecho y al recuperar el sentido de la democracia consensual y de la democracia de opinión que vienen a ser formas renovadas de la democracia directa. De ahí la idea del estado de opinión que es el reino de la informalidad.
Siempre queda por ver cuando se cruza de la informalidad a la ilegalidad no solo en la economía sino también en la política.