Jesús Nazareno, con Ermita y cripta, es una riqueza histórica de Medellín.
En la cripta de la Ermita, donde hay cuarenta mil nichos con osamentas y cenizas, entre ellas las del gran fotógrafo Melitón Rodríguez (1875-1942), hay un gato sin nombre que, desde una puerta por la que se cuelan rayos de sol, observa a los visitantes. En lo que parecen pabellones, con nombres de advocaciones virginales y de otros santos, las lápidas, algunas escritas con bellas caligrafías, muestran un mundo de silencio y de olvidos.
Para Rubén Darío Vargas, que lleva doce años trabajando en la Ermita de los Claretianos, cuyo otro lado, el que se orienta hacia la carrera Juan del Corral, lleva el nombre de Jesús Nazareno, los días transcurren sin afanes y advierte que nunca ha sentido ruidos ni visto espectros, los que sí se amañan más en la iglesia neogótica francesa, que comenzó a ser construida en los años cuarenta del siglo XX, mientras que la cripta, con su ermita encima, data de fines de la centuria del XIX.
El frontispicio de la Ermita, en ladrillo a la vista, está sobre Carabobo, y hace años, cuando se presentó un ensanche de la calle, tumbaron los arbotantes de la majestuosa construcción que todavía ofrece una presencia de solemnidad y preciosismo. Entrar a la ermita, con sus techos con decoraciones de yesería dorada, con patio central y amplios salones, es como un viaje en la máquina del tiempo. Candelaria, una señora cordobesa que funge como ama de llaves, nos va enseñando los espacios. Hay al final de un pasillo, contra un muro, un óleo de la Virgen de Colombia, descolorido por los años.
La Ermita, cuyos ventanales de hierro forjado dan a la calle Moore, tiene vitrales y su cripta enorme de varias galerías de cenizarios y restos óseos, en los que, según Rubén Darío, una vez encontraron al abrir uno de ellos los huesos de una señora que tenía una trenza de más de ochenta centímetros de longitud. Por los estrechos zaguanes se puede caminar mientras se observan los nombres de muertos de hace años, en los que unos con “gracias” muy extrañas para la contemporaneidad, como Nepomuceno, Herminia, Clemente, Evelio, en fin, van revelándose en las lápidas, algunas con rasgos de inconclusión. Como si hubieran sido abandonados allí los restos mortales.
“Sí, se ve que algunos traían los restos de sus familias y no volvían a poner la lápida”, recuerda Rubén Darío. En la cripta no se admiten flores para los osarios, porque, además de pudrirse y ocasionar hedores, atraen mosquitos a granel. En un extremo de la cripta, hay una enorme Virgen del Carmen, con niño y escapulario, y con “almas” sufrientes a sus pies, en medio de llamas purgatoriales, todo en imaginería que para algún desprevenido puede ser fuente de temores.
El gato innominado, tras la vuelta que dimos por aquel espacio mortuorio, continuó en unas escalitas, junto a una puerta, sentado, con sus ojos amarillentos muy abiertos y como si quisiera sonreír. Por la sacristía, con escaparates llenos de implementos sacerdotales, litúrgicos, pasamos al templo neogótico, que tiene retablos exquisitos y la imagen del fundador de la comunidad claretiana o de los Misioneros Hijos del Inmaculado Corazón de María, el catalán Antonio María Claret.
Las naves, con vitrales coloridos, algunos rotos, tienen entre sus imágenes, un Señor Caído, además del célebre Jesús Nazareno, que da nombre a la exótica iglesia, con cúpulas y torreones, pintada de amarillo, que domina el paisaje del sector. Está enclavada en el barrio que lleva el mismo nombre de la advocación. En sus cercanías, apenas a una cuadra, está el agraciado edificio de la Facultad de Medicina de la Universidad de Antioquia, diseñado por el arquitecto belga Agustín Goovaerts.
La iglesia de Jesús Nazareno, que en otros años era la centralidad de un barrio de clase media alta, con enormes caserones republicanos, algunos de alta dignidad, pertenecientes al estilo Art Decó, está hoy en medio de talleres, funerarias y muy vecina de la que fue una de las editoriales más prestigiosas del país, la Bedout. En su entorno está el Hospital San Vicente y ya no existe más una heladería que se hizo famosa en los sesentas y setentas: Las dos tortugas.
El barrio de Jesús Nazareno, que limita con Prado, El Chagualo y la antigua Estación Villa, tiene una iglesia de atractivos estéticos y que, dentro del paisaje que la rodea, es exótica y misteriosa. Su campanario con reloj, sus múltiples torreones, su cúpula de presencia arrobadora, le confieren al conjunto, con la Ermita al otro lado, una interesante visión de historias y patrimonios.
Su frontis con rosetón lo domina en su torre más alta la estatua de Jesús Nazareno, que mira al oriente. El templo, terminado en 1953, lo diseñó el arquitecto religioso claretiano Vicente Flumencio Galicia Arrue. Tiene tallas en madera, imaginería variopinta, coro y balaustradas, tres naves y uno que otro fantasma.
Casi siempre en su atrio, hay avisitos funerarios. La biblioteca que tuvo la Ermita, con singulares joyas bibliográficas, se trasladó al barrio El Chagualo, donde funciona la Fundación Universitaria Claretiana (Fucla). La iglesia es un patrimonio cultural y arquitectónico de Medellín. Y merece que su entorno reciba más atención de la ciudad, por su riqueza histórica.
Todo aquel que pasa ya sea por Carabobo o por Moore o por Juan del Corral y mira a la iglesia, siempre tendrá que pronunciar, con admiración, una frase: “¡Qué belleza!”.