Una campesina en la guerra

Autor: Reinaldo Spitaletta
20 enero de 2020 - 12:07 AM

Novela de Alberto Moravia sobre los horrores bélicos más allá del frente

Medellín

Una señora de origen campesino, con hija y marido, y con pretendiente un tanto acosador, pasará los mejores años de su vida de 1940 a 1943, en Roma, en una tienda de comestibles en Trastévere, en plena Segunda Guerra Mundial; pero a ella, feliz con su almacén, su hija como un ángel, con una casa, ¿qué le importaba aquel conflicto de espanto?  No la afectaba que se mataran con aviones, con carros blindados, con bombas, con fusiles, con cañones, que ella era dichosa, sin importar quiénes eran los contendientes de aquella conflagración. Sin embargo, la guerra, esa continuación de la política por otros medios, que dijera algún teórico, lo transforma todo. Y, como se aprecia en La campesina, novela de Alberto Moravia, todo lo degrada y corrompe.

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Por mucho que se desee aislarse de la guerra o huir de ella, es un imposible. Cesira, que así se llama la protagonista y narradora de esta historia de once capítulos, que incluso al principio les saca partido a las secuelas de la guerra, como la carencia de alimentos, se vuelve experta en estraperlo, en mercado negro de comestibles, y, tras enviudar, sobrevive al principio con ciertas comodidades. Todo cambiará —para empeorar— cuando en el país suceden varios eventos históricos de trascendental importancia.

Italia, que desde principios de la década del veinte estaba bajo el fascismo de Mussolini, y que en la Segunda Guerra hace parte del Eje Berlín-Roma-Tokio, sufrirá una conmoción en 1943. El Duce, que ya tenía una joven amante, Clara Pettacci, tuvo un traspiés que cambiará las circunstancias de la situación interna en ese país.  El desembarco de tropas aliadas en el sur de Italia, de un lado, y el resquebrajamiento del régimen fascista, del otro, se juntarán para que la guerra tenga más llamas en ese territorio. Al derrocamiento de Mussolini lo siguió la entronización de una monarquía autoritaria, dirigida por el rey Víctor Manuel III y por el jefe de gobierno Pietro Badoglio.

El Duce, que había sido detenido, fue liberado por los alemanes y estableció la república de Saló (que años después Pier Paolo Pasolini llevará al cine, basado en los 120 días de Sodoma, del Marqués de Sade). La confusión interior fue aprovechada por los aliados, que invadieron la península itálica, y la guerra cobró otras dimensiones en aquel suelo, en el que la protagonista de la novela, con su hija, tienen que escapar de Roma hacia pueblos del Lacio, en búsqueda de la Ciociaria, la región de la cual es originaria Cesira.

La novela comienza con una canción: “Quando la ciociara si marita / a chi tocca lo spago e a chi la ciocia” (Cuando la campesina se casa, / a quién toca el cordón y a quién el zapato). La campesina que se urbaniza en Roma a la fuerza tornará a sus campos, en búsqueda de salvación y un poco de paz. Imposible paz. Lo que encuentra es agitación, soledades, desventuras, soldados alemanes, italianos, ingleses, marroquíes y una situación que transformará no solo su existencia sino —y con mayores traumatismos— la de su hija Rosetta.

Esta obra, que a diferencia de muchas novelas de guerra no ocurre en el frente, tiene su enfoque principal sobre los civiles que, como se sabe, son las más numerosas víctimas de conflictos como este que arrasó el mundo entre 1939 y 1945. En aquellos días, sobre todo los que narra la novela, Italia vivió una larga jornada de horrores porque se erigió como un punto de disputa internacional y estalló una guerra civil. Si bien estos asuntos son apenas un trasfondo de la novela de Moravia, a través de la protagonista el lector se irá encontrando, con lentitud calculada y con maestría en el relato, el infierno en el que arderán la narradora y su hija Rosetta. Y, como una necesidad de tener otra óptica más ilustrada sobre el conflicto y sus consecuencias, aparecerá un personaje muy importante: Michele. Un joven estudiante que es una suerte de contrapunto de Cesira, con una visión del mundo distinta, crítica y con más elementos filosóficos.

Poser La Campesina

Poster de la versión cinematográfica de La Campesina

Cesira, a quien al principio la indiferencia la poseía, se va enterando sobre la esencia de la guerra; de lo que tiene que enfrentar, primero, en un viaje en tren que no llega a su destino, y, después, en su peregrinar por campos arrasados, sabrá que la confrontación bélica es una certeza. Una calamidad. Una sinrazón. Las dos mujeres, madre e hija, irán de un lado a otro, de una posada a otra, acompañadas de toda suerte de carencias y desgracias. Y a través de las palabras de la madre, nos enteraremos de la condición de ser mujer en aquellos años, de cómo es estar al garete, de los sometimientos y humillaciones; unas veces, de parte de soldados; otras, de campesinos, ladrones y aprovechadores.

“Hija mía, me había equivocado (dice Cesira). La guerra está en todas partes, tanto en el campo como en la ciudad”. Y, esta declaración, que sucede al principio de la novela, en el tránsito hacia las montañas, se volverá más real en la medida en que transcurra el tiempo y las dos mujeres estén en medio de varios fuegos. Por los campos de la Ciociaria y otras regiones van Cesira y Rosetta, en una especie de aventura ingrata, en la que ambas terminarán siendo otras. La guerra abre distintos tipos de heridas. Deshumaniza. Torna indolentes tanto a los que están adentro como a los que están alrededor del conflicto.

Con todo y las dificultades, la novela está llena de comidas, de pettola y fásuli (pastas y habichuelas), de jamones y leche de cabra, de ternera y cordero, de otras viandas, que, si bien pueden ser escasas, se consiguen en un mundo de especulación y negocios desaforados. Cesira narra con detalles, con un insólito sentido de la observación, de la geografía, del tiempo, de las circunstancias. “Luisa había puesto sobre una mesita vacilante una sopera de barro, cogió una hogaza y, arrimándosela al pecho, con mucha destreza, con un afilado cuchillo se puso a cortar delgadas rebanadas hasta que la sopera estuvo colmada de pan hasta el borde…”.

Es una novela que, aparte de tener dos personajes de elaborada caracterización, se pasea por un territorio del que se nombras árboles, frutos, animales, soldadesca, bombas, mientras hay una esperanza, sobre todo en Cesira: que los ingleses aparezcan. O los rusos. Porque ya sabe que ellos representan una posibilidad de permanecer con vida. En la localidad de Saint’Eufemia, las dos mujeres estuvieron nueve meses cuando, al principio, creían que solo estarían allí dos semanas. El tiempo de la guerra es otro. Y otra su medida.

A través de Michele, un personaje que lo educan para que sea fascista pero que, gracias a estudios y a su avispamiento, se torna antifascista, se muestran otras facetas de la guerra, de los involucrados en ella, de los significados del poder y sus vergüenzas. La presencia de Michele les proporciona a Cesira y su hija otra visión del mundo, les suscita otras preguntas, les otorga elementos para saber que una guerra es la destrucción de la razón, de la humanidad, de la civilización. En la obra, de una factura literaria sin fisuras, se van mostrando con sutileza, a través de la cultura, de los comportamientos, en fin, las diferencias entre un alemán y un italiano, o entre estos y los ingleses. Al fin de cuentas, la guerra los iguala en barbarie y en indolencia.

La novela, según las circunstancias, a veces, o casi siempre, de unas tensiones que tienen que ver con los comportamientos, la higiene, la incomunicación o el trato violento, puede hablar de la carencia de letrinas y de papel indispensable, como de alguna mujer que ha perdido la razón a raíz de tantas violencias. Entre bombas inglesas y redadas alemanas, se aprecia el drama de refugiados, de los desertores, de los que han perdido la noción de hogar y familia, y de la caída en un estadio de despotismo y desmoronamiento del espíritu humano: “A los hombres sería menester verles en tiempo de guerra y no de paz; no cuando hay leyes y el respeto a los demás y el temor de Dios sino cuando todas esas cosas ya no existen y cada cual obra según su propia manera de ser, espontánea, sin frenos y sin consideraciones”, advierte Cesira.

Y en ese mundo donde todos pueden, en un momento determinado, ser enemigos, la narradora se entera de que los campesinos, todos, son interesados y de que la guerra es capaz de tornar en bárbaro a alguien que, antes de ella, era solidario y solícito con los demás. Y puede pasar, incluso, con la comida, que escasea y de la que hay que guardar sin compartir con nadie, porque, a la larga, es un asunto de vida o muerte. Y, por alguna razón que va más allá del estómago, la novela está atravesada por comidas (o por sus carencias) y por hambres. Y habrá spaghetti y calamares y pulpos a la Luciana y pichón con guisantes y atún a la parrilla y alguna comilona en medio de tantas ansiedades. Y a veces, nada.

Alberto Moravia

Alberto Moravia (1907-1990), antifascita férvido conocido además por sus novelas Los indiferentes (1929) y El Conformista (1951).

Moravia, que comenzó a escribir la obra en plena guerra, pero la terminó muchos años después (se publicó en 1957), dio una cátedra de humanidad, de comportamientos, de conductas propias de hombres en estados de extrema tensión, y demostró un conocimiento hondo de la sicología femenina. También de asuntos propios de la cultura, de saber a fondo como son los pueblos del Lacio, y de lo que una guerra provoca entre los que están dentro de ella o a un lado, pero que no pueden eludirla. Así escucharemos a Lili Marlen, la clásica canción de melodía triste que no solo cantaban los soldados alemanes sino de otras nacionalidades.

En la guerra, como también se dice en la obra, no hay prójimo, no hay amigos, no hay sino intereses que tienen que ver con la sobrevivencia personal. No importa el otro. En La campesina, además, hay sexo y odio y desazón. Cesira, que era religiosa al principio, va perdiendo su fe, no solo en la deidad, sino en el hombre. Y siente como todo se desmorona en medio de las bombas, las ametralladoras, los muertos, los ladrones, los vividores. Hay una reflexión acerca del exterminio de los sentimientos, de la insensibilidad que la cercanía de la muerte va inoculándose en las víctimas y en los victimarios. “Los americanos eran los vencedores y los italianos los vencidos, eso era todo”, dice en un momento la mujer que narra. La misma que aprendió a odiar a los alemanes y a los fascistas, que antes le eran lejanos.

Cesira descubre un asunto doloroso: “nuestras desdichas nos volvían indiferentes a las desdichas ajenas. Y, más tarde, he pensado que éste es, seguramente, uno de los peores efectos de la guerra: nos hace insensibles, endurece el corazón, mata la piedad”. La mujer entenderá la guerra a través del dolor propio, del endurecimiento de su corazón, de las hieles que va probando mientras se aproxima a la finalización de una pesadilla. Sabrá, muy de cerca, como es una violación de soldados, un pasar por las armas a una muchacha que pierde la virginidad porque una irracional soldadesca se desahoga en sus deseos y tormentos del sexo con una indefensa damita que asumirá luego los comportamientos de una prostituta.

En rigor, una guerra no termina cuando se capitula, cuando se firman las rendiciones y se dan los triunfos y las derrotas. Una guerra se prolonga en sus consecuencias nefastas, en las heridas abiertas que no tienen posibilidad de cicatrización, en la ruina en que queda el ser humano. Y estas situaciones de dolor y descalabro se sienten en la novela, en la que dos mujeres, tras sufrir diversas vicisitudes y dolores, tornan a la tierra de donde habían salido huyendo de la desastrosa disputa mundial.

Moravia, emparentado con el neorrealismo, periodista, guionista, crítico de cine, nos proporciona a los lectores en esta notable obra un fresco que está conectado con la memoria, el dolor, la angustia y las desolaciones. Al final de cuentas, cuando las dos mujeres ven la cúpula de San Pedro, en el ambiente quedan las palabras y la existencia trunca de Michele que alguna vez les leyó en voz alta, a Cesira y Rosetta, el evangélico pasaje de Lázaro como una metáfora de la resurrección, del comienzo de una vida nueva.

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En 1960, Vittorio de Sica, con guion suyo y de Cesare Zavattini, dirigió la película Dos mujeres, basada en La ciociara o La campesina, con Sophia Loren y Eleonora Brown. En ella, por supuesto, también se advierte, como en la novela de Moravia, que la madre, pese a todos los esfuerzos, no pudo salvar a la hija de los fieros horrores de la guerra. 

 

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