El escritor Reinaldo Spitaletta realiza un recorrido por El lugar sin límites de José Donoso, la historia de La Manuela, un travesti en un pequeño poblado latinoamericano.
Es una novela que puede ocurrir en cualquier pueblo latinoamericano, en el que todavía la fuerza del gamonal es asimilada a la de un ser divino, que todo lo puede, a quien hay que rendir tributos y pleitesías. En una alejada estación de tren, por el que ya no pasa ni el viento, en medio de viñedos, hay un caserío sin electricidad, también sin iglesia (lo que sí es una rareza), pero con la alegría de un prostíbulo agraciado, manejado por La Manuela, un travesti, y su hija, la Japonesita, tras la muerte de la madama mayor, la Japonesa.
En un poblado, que puede ser, con obvias diferencias, claro, como Luvina, o como un Macondo en miniatura, como Comala, como Balandú, en fin, en la Estación El Olivo, cerca de la ciudad de Talca, el tedio y la rutina, dos características de la desazón de vivir, sólo son rotas con la presencia del burdel, en el que La Manuela en sus tiempos de joven (y aun de viejo) bailaba español y cantaba una torería como El Relicario (“pisa morena, pisa con garbo…”.), y al que llegó el maricón tras “triunfar” en otros pueblos con su espectáculo de bailarina ambulante. El lugar sin límites, del chileno José Donoso, es una ficción breve, pero muy compleja en su estructura literaria, con tiempos quebrados, saltos atrás y adelante (prolepsis, analepsis) y un manejo de espacios y lenguajes locales muy avezados en su exposición, en la que se combinan narradores en tercera y primera persona.
El Olivo, una extensión infinita de viñedos, es de una clase de cacique o mandamás llamado Alejandro Cruz, o Don Alejo, aunque, tras una apuesta muy singular con la Japonesa, lo único que no queda de su propiedad es el prostíbulo. En ese pueblo, el gamonal “es como Dios. Hace lo que quiere. Todos le tienen miedo. ¿No ves que es dueño de todas las viñas, de todas, hasta donde se alcanza a ver?”, como dice la Japonesa, que siempre tuvo la idea feliz, pero errónea, de que todo allí cambiaría, que el progreso, o, al menos, lo que de esa manera se ha denominado en Occidente, llegaría a aquellos parajes.
El gamonal, un tipo que parece cortado con las mismas tijeras que el resto de gamonales latinoamericanos, promete no solo el “oro y el moro” para engatusar al peonaje, sino que dice que venderá terrenos para que la gente construya. Y, como si fuera poco, anuncia que se electrificará el poblado. La más contenta con la promisión es la Japonesa, que, con su mirada de dama emprendedora, aspira a tener un prostíbulo más destacado que el de otras señoronas de las inmediaciones, como la Pecho de Palo, con “putiadero” en Talca.
El don, casado con doña Blanca, rubia y linda, “muy señora”, tiene otra mujer en Talca, y otras más. Para eso posee dinero. Y manda. Y todas trabajan por él en campaña electoral para que salga elegido diputado. Además, en el prostíbulo, el dueño de todo se lleva las mejores rameras. Y, cómo no, también baila con La Manuela, quien, con su vestido de cola colorada, le arroja una flor al dueño de todo, mientras las hermanas Farías cantan con voces agudas y gangosas. La monotonía de aquella aldea solo se rompe con las emociones y parrandas en la casa de lenocinio.
El lugar sin límites, que tuvo en 1977 una adaptación cinematográfica por el director mexicano Arturo Ripstein, es una obra en la que se rescata el lenguaje popular de Chile y se pone como protagonista a un ser que, para entonces, en los sesentas, era un estigma. Un maricón sufría con su condición, a veces escondida, a veces explícita, pero, en este caso, con La Manuela, un travestido, un bailaor de españolerías, no hay closet que valga. El personaje, de contera, hace que otros, muy machos, sientan en el fondo de sus hombrías una inclinación oculta (¿vergonzante?) hacia La Manuela.
Sucederá, por ejemplo, con Pancho Vega, dueño de un camión, habitante cercano del caserón de don Alejo, huaso pendenciero, que, además, tiene ciertos privilegios, de los que no gozan los demás inquilinos de la tierra del latifundista. Tendrá un rol clave, sobre todo en el desenlace de la novela y, en buena parte, en la tensión que se establece al principio de la misma. El machote siente atracción por el mariconazo pero, con el tiempo, realiza una contrición, un arrepentimiento de haber desestabilizado su condición heterosexual, y se torna agresivo con la “loca”.
La obra, que puede confundir o sacar del camino a lectores poco avisados, en particular por el manejo de los tiempos, es un retrato de la situación marginal de muchos “sin tierra” y también de los “rotos”, seres urbanos que, pese a su miseria, no pierden la alegría y las ganas de goces paganos. No sólo es una radiografía de situaciones sociales de Chile, sino de los rezagos semifeudales de otros contornos.
Por las fechas en que se publica la novela (1966), en Chile ya cantaban a los desahuciados por la fortuna y los olvidados de la historia, Violeta Parra y sus hijos Ángel e Isabel. “Cantando me iré, / Silbando me iré, / Cantando lejos / Me consolaré”, decía alguna copla. Porque, pese a las pobrezas, el dolor y las angustias se pueden calmar con vino y baile, como acontece entre los concurrentes al lupanar de la Japonesa, que después también será parte de La Manuela y, al fin de cuentas, de la hija de estos dos, la Japonesita, una muchacha que a los dieciocho años sigue siendo virgen.
La novela, llena de sugerencias más que de evidencias, es un tratado maestro de las relaciones afectivas (y de negocio) entre un travesti y una prostituta que, con su inteligencia y recursividad, llegará a ser la única propietaria en un pueblo que tiende a desaparecer y cuya suerte está manejada por el poder de un solo hombre. En la red de relaciones sociales están, además, varias prostitutas como la Lucy, la Clota y la Nelly, y gentes como don Céspedes y Octavio.
En una de esas francachelas de burdel, se presentará un acontecimiento que transformará las relaciones de varios de los personajes y contribuirá a que la Japonesa, como ganadora de una apuesta increíble, se torne en dueña de la esmirriada casa donde funciona su negocio de placer. En efecto, la mujer le había dicho al terrateniente que si ella lograba que La Manuela le hiciera el amor, se quedaría con la casa. Es una de las escenas más sugestivas y bien logradas de la novela.
El arte de la Japonesa obtuvo como resultado que La Manuela, un sujeto “bien armado”, como un burro, y cuyo “aparato” sólo le servía para hacer pipí, como él mismo lo expresa, entre en aquella dimensión —imposible para él— y de ahí, de esa especie de milagro, nazca la muchachita que, ante la muerte de su madre, será la que dirija los destinos del burdel.
La novela es una metáfora de un pueblito sin futuro, dominado por un solo hombre, en el que lo raro, o, incluso, si se quiere, lo subversivo, lo constituye el prostíbulo y, en particular, seres como la Japonesa y La Manuela, un tipo, o tipa, que debe sufrir las burlas y atropellos de otros que enarbolan su varonía, entendida como la capacidad de agredir. Como una exteriorización de la ofensa y la humillación.
También es el ascenso y decadencia, o, el drama y desencanto, de un hombre que no lo es, o, al menos, no acepta serlo, en el sentido de sus predilecciones sexuales. Tiene, en cambio, una especie de talento con el que sobrevive, el dar espectáculo vestido de bailarina flamenca. Un personaje de una bien estructurada sicología, tal vez, como se ha dicho en otros ámbitos, una prolongación del lado oculto del novelista.
Más allá, la ficción es un trasunto de la realidad. Una alegoría de las relaciones de poder y de opresión en una localidad que, aunque esté cerca de ciertas expresiones civilizatorias, está muy lejos de la justicia y el respeto por “los de abajo”. La ficción huele a vino, a vendimia, a fango, a camino polvoriento. Y a sudor de camas agitadas. Y, aunque en la superficie no lo parezca, todo allí, en la Estación, es decadente, incluido el dueño. Y, en una suerte de trágica ambivalencia, es el descaecimiento de un hombre-mujer, como La Manuela, que al final nos enteramos de su nombre original: Manuel González Astica.
El título de la novela surge del epígrafe de la misma. Como se sabe, hay escritores que utilizan este recurso para buscar la tonalidad de la obra, para que sea una guía de lo que se interpretará y sucederá en la creación, quizá como una antesala. Otros, porque desarrollarán las intenciones que en él se enmarcan o se presienten. En este caso, con un epígrafe tomado del Doctor Fausto, de Christopher Marlowe, Donoso advierte al lector que va a entrar al infierno, un lugar (o no-lugar quizá) que carece de límites.
Es una pieza literaria en la que habitan los símbolos: los de la decadencia, los de la masculinidad y, si se observa en otras esferas, los de la emasculación. Y también los roles de las meretrices en un villorrio sin esperanzas de redención. Como en el Canto III del Infierno de Dante: “Perded toda esperanza los que entráis”. Sí, de aquel infierno parece no haber ninguna escapatoria. Uno de los símbolos más dicientes puede ser el del Wurlitzer, el tragamonedas que solo puede funcionar si hay electricidad. Y esta jamás llegará a la Estación El Olivo.
Tal vez, en ese lugar sin límites, todos penan en un infierno del que parece jamás podrán salir. Pero el de los mayores sufrimientos, el que pierde la identidad, y sufre los vejámenes de unos y otros, es La Manuela, un personaje sobre el cual el lector tendrá que hacer diversas cavilaciones y, de paso, imaginar cuál ha sido su suerte final. Puede ser que, al concluir el recorrido, el alma le quede llena de inquietud, como en el bolero Vereda tropical.
Muere a los 90 años Dario Fo, premio Nobel de Literatura en 1997