En Venezuela vemos la disociación radical de las dos formas de soberanía, la interna y la externa, y el absurdo al que han llegado los países que contribuyeron a esta escisión.
La teoría política enseña que un gobierno para ser tal requiere del ejercicio efectivo del dominio en su territorio, lo que se conoce como soberanía interna, así como del reconocimiento de los demás como gobierno que ejerce su poder legítimamente, soberanía externa. La historia del gobierno moderno es un periplo de casi cuatrocientos años a través del cual éste logra consolidar su poder interno y como correlato de ello, reclamar el reconocimiento de sus pares en el ámbito externo. La contracara del dominio en el territorio propio ha sido conditio sine qua non de la aceptación internacional. Por supuesto que los credos democrático y liberal que desde la segunda mitad del siglo pasado se volvieron hegemónicos en la política moderna, pusieron talanqueras al hecho del dominio interno como requisito de reconocimiento internacional: El gobierno debe llegar al poder respetando los procesos democráticos y, una vez en ejercicio, garantizar las libertades humanas básicas.
El triunfo global del liberalismo luego de la guerra fría hizo pensar que todos los países alcanzarían el grado de estabilidad que ostentaban las naciones más representativas del mismo -Estados Unidos, Inglaterra-, por lo que el requisito del dominio interno se dio por hecho y las exigencias a los gobiernos por parte de sus pares se centró en el respeto de las garantías democráticas y derechos humanos. Así, gobiernos como el de Hussein en Irak o los Talibán en Afganistán fueron puestos por las grandes potencias fuera de la ley, catalogados como canallas o criminales, más allá del control efectivo que pudieran ejercer en su territorio. Este requisito se volvió insignificante frente a la necesidad de asegurar la homogeneidad ideológico-política que requería un mundo donde el liberalismo vio caer a todos sus rivales. Justo por ello, las grandes potencias occidentales se embarcaron en aventuras militares para cambiar estos gobiernos y llevar a sus países a la democracia. Así fue; se instauraron gobiernos llamados democráticos que buscaban acomodarse a las exigencias del respeto a las garantías individuales elementales. Sin embargo, el control sobre sus territorios fue pírrico. La consecuencia de la intervención internacional fue en esos casos, el sometimiento de estas naciones a guerras civiles que duraron por años y que conllevaron a un sufrimiento sin antecedentes a sus poblaciones. Gobiernos y constituciones sin un lugar para asentarse fueron el producto de la embriaguez liberal y humanitaria en Afganistán e Irak. Aunque reconocidos en el exterior como legítimos, sus gobiernos no lo eran de nada pues los grupos rivales en sus territorios gobernaban de facto la inmensa mayoría de estos.
Escribía el filósofo francés Jacques Derridà que el mundo político era fabuloso pues estaba lleno de criaturas como leviatanes, zorros, lobos, leones creados por sus propios actores; pues bien, aquí encontramos otra criatura fantástica: cabezas sin cuerpos suspendidas en el aire, jefes de Estado sin Estados, gestados en el seno de una política internacional que echa por la borda la enseñanza de un aspecto básico de la política moderna: el principio de la legitimidad internacional debe ser el gobierno efectivo en un territorio.
El caso de Venezuela es particularmente llamativo en este aspecto. Goza de dos jefes de Estado: uno, cuyo control sobre el territorio y la burocracia se hace cada vez más indiscutible, Nicolás Maduro; y otro que no tiene ni territorio donde gobernar, ni ejército, ni burocracia, pero a pesar de ello un cúmulo de estados, entre ellos Estados Unidos y Colombia, lo reconocen como presidente, Juan Guaidó. En Venezuela vemos la disociación radical de las dos formas de soberanía, la interna y la externa, y el absurdo al que han llegado los países que contribuyeron a esta escisión, particularmente Colombia cuya política externa se ha destacado por el hecho de hacer presión para que se desconozca el gobierno de Maduro. Hoy, que la excongresista Aida Merlano, prófuga del gobierno de Colombia, se halla presa por éste, la postura del gobierno colombiano es pedir la extradición a Guaidó, algo imposible de cumplir. El poder real de Guaidó descansa en la aprobación de ciertos gobiernos externos, pero en la práctica, en su país, es vacuo. Guaidó es un jefe de Estado sin Estado, una cabeza sin cuerpo; su gobierno no puede extraditar a nadie, pues a nadie capturó, a nadie mantiene preso, es más, a nadie gobierna ya que no existe.
Hemos conocido las dramáticas historias de pueblos que carecen de Estado; el pueblo judío antes del Estado de Israel, y ahora los Kurdos han vivido grandes tragedias por la falta de un territorio en el cual asentarse y construir un aparato que les permita el disfrute de sus derechos y la protección de su comunidad. Ahora, la existencia de un presidente sin Estado es una extravagancia de cuyos actos y consecuencias sus artífices, entre ellos el gobierno colombiano, están en mora de responder: ¿en que ha contribuido a la solución del problema migratorio el reconocimiento de Guiadó como jefe de Estado?, ¿cuál es la condición de orden público en la frontera habida cuenta de la ruptura de relaciones con el gobierno real del país vecino? Mientras el Estado colombiano hace pactos, acuerdos y convenios con un presidente cuyo gobierno sólo opera en la imaginación de quienes lo apoyan, en la práctica los problemas entre las naciones colombiana y venezolana son cada vez más serios. Pero abordarlos requiere más realismo y menos de la cualidad fabuladora de nuestro actual gobierno.