La percepción obedece a la incapacidad -sinceramente esperamos que no sea desinterés- del aparato judicial para imponer sanciones proporcionales con sus actos a instituciones y personas culpables de los más graves hechos de corrupción.
Transparencia Internacional publicó el pasado 29 de enero el último resultado del Índice de percepción de la corrupción 2018, calificación y análisis que realiza en 180 países basado en encuestas realizadas por otros investigadores y en entrevistas propias. Junto al Barómetro de la corrupción, cuya última entrega tuvo lugar en noviembre de 2017, y el importante Índice de pagadores de sobornos, análisis por países que lamentablemente no se realiza desde 2011, este Índice conforma la trilogía de más respetados documentos sobre el fenómeno que carcome a las sociedades. Dado el retroceso de Colombia en su calificación y en el ranking de países, sorprende la poca importancia dada a la reciente publicación.
Su calificación de 36 puntos, frente a los 37 obtenidos en 2017, y el mejoramiento de calificaciones en varios países, ha hecho caer a Colombia en su lugar entre los países. El nuevo indicador y el nuevo puesto, compartido con países sumamente desprestigiados en el mundo (ver gráfico) tienen que motivar decisiones y acciones que permitan que el país deje de rodar desde la medianía hasta el lugar inferior de la tabla de los países corruptos e incluso logre saltar hacia el nivel medio-superior que jamás ha tocado.
Los datos relevantes del último Barómetro, no obstante su desactualización, aportan otros elementos inquietantes sobre la corrupción en Colombia. Se señala en ese estudio que el 30% de los entrevistados reconoció haber pagado coimas para acceder a alguno de los servicios (educación, salud, servicios públicos domiciliarios, obtener documento de identidad, policía o justicia). Junto a ello, el 54% de los ciudadanos declaró considerar que todos o la mayoría de los congresistas son corruptos, y un 48% dijo creer que el presidente de la República y su equipo inmediato lo son; tales percepciones se asocian con la idea de que el Gobierno no hacía lo correcto contra la corrupción, que para entonces tenía el 59% de los entrevistados. Contrastan tales síntomas de decepción con la conciencia de que la ciudadanía puede hacer algo contra la corrupción, compartida por el 74% de los entrevistados.
La impunidad es fuente de desconfianza frente a las instituciones y de decepción de la ciudadanía por su eficacia en la lucha contra la corrupción. Ella obedece a la existencia de leyes insuficientes o impertinentes, así como a la incapacidad -sinceramente esperamos que no sea desinterés- del aparato judicial para imponer sanciones proporcionales con sus actos a instituciones y personas culpables de los más graves hechos de corrupción, que son los que deben ser prioritariamente investigados y castigados.
Para el ciudadano, la impunidad ocurre cuando los responsables de corrupción no enfrentan sanciones de privación de la libertad, obligación de reparar a la sociedad afectada y extinción de dominio por montos iguales a los beneficios obtenidos por sus actos corruptos. En este campo fallan especialmente leyes que los observadores consideran que pueden haber sido escritas para que los agentes corruptos paguen mínimas sanciones y puedan disfrutar de sus bienes ilegalmente obtenidos. La impunidad ocurre también cuando los entes de control, los jueces de garantías o la propia justicia, imponen sanciones desproporcionadas frente al daño causado a la sociedad. Aunque puede haber equivocaciones, o intencionadas manipulaciones, de los sancionadores, la mayoría de estas decisiones son provocadas por ineficacia de la norma.
La impunidad también es fruto de las acciones de responsables del control, fiscales o jueces que le han fallado a la sociedad con decisiones laxas en hechos de corrupción que han tenido grave impacto sobre la vida de la población y los sectores en que se han presentado. Valga destacar la ineficacia de los órganos de control, la Fiscalía y los jueces para investigar, aclarar con oportunidad y sancionar a los culpables del pago de sobornos por Odebrecht –¿con conocimiento de Corficolombiana?- para que se le adjudicaran obras de infraestructura. Ineficaz ha sido el Estado para castigar el desfalco en Reficar. También ha habido ineficiencia para imponer sanciones económicas y penales a personas y empresas culpables de desplomes o daños irreparables en múltiples edificios habitacionales. Es imposible, además, ocultar lo lesiva que la impunidad en el desfalco a Saludcoop ha resultado para los pacientes y el sistema de salud, o la que ha tenido la que ha cobijado para los culpables del desastre de Interbolsa.
La desidia contra la corrupción también encuentra razones en la incapacidad del Congreso para acometer las reformas reclamadas por los 11’687.951 votantes de la consulta anticorrupción. Tanto como las actuaciones de la justicia y los órganos de control, las decisiones legales y los actos simbólicos, son claves para poner freno al cáncer que acaba la eficacia del Estado y hace metástasis en los peligrosos éxitos del populismo.