La corrupción ataca a ámbitos públicos y privados: es equívoco e injusto localizarla de modo excluyente en lo público
El cine, clásico o reciente, es importante fuente de enseñanzas sobre las prosaicas realidades de la vida; su función –si el espectador lo quiere- puede trascender al entretenimiento. Con el tiempo determinadas escenas se convierten en paradigmas para ser considerados reflexivamente. Tal es el caso del famoso discurso de un personaje de las finanzas, Gordon Gekko, representado enérgicamente por Michael Douglas en “Wall Street 2” (Oliver Stone, 2010). La hazaña de Gekko parece ser no poco frecuente: el exitoso corredor de bolsa, desprovisto de sentido moral, se convierte en un especulador habilidoso; como acostumbra confundir medios con fines, pronto es multimillonario y exitoso. La fortuna le acompaña, los resultados le sonríen. Su conocimiento, sus contactos, su destreza, le conducen a un enriquecimiento personal fabuloso y rápido, conducta criminal que lo lleva a la cárcel. En la primera película (Wall Street) el carácter está bien definido: en la segunda, luego de cumplir la pena por crímenes financieros, el personaje retorna al mundo de los valores bursátiles, además de ser reconocido autor y consejero. Y aparece la escena del discurso memorable: un Gekko, fuerte, arrogante, convincente, locuaz, afirma: “¡la avaricia es buena, funciona!….” ante una muchedumbre que lo aplaude y se pone de pie para expresarle su admiración; el antiguo estafador es ahora héroe. La multitud lo enaltece.
¿Tendremos entre nosotros a Gordon Gekko?, o quizás, mejor sería preguntar: ¿tenemos muchos, en diversos ámbitos? Contratos, ministerios, oficinas de abogados, firmas contratistas de colosales negocios públicos y privados. Los Gekkos son sujetos incapaces de discernir lo bueno de lo malo, padecen de ceguera selectiva para los valores, y no tienen interés en descubrirlos. ¿En cuáles posiciones están? ¿Cuáles dignidades ostentan? ¿Ante cuales auditorios expresan y convencen con sus singulares y exitosas cosmovisiones?
Se acostumbra medir el éxito por los resultados inmediatos, a confundir medios y fines, a relativizar subjetivamente lo bueno o lo malo. Se expone con frecuencia que no existe la verdad, que las cosas dependen del lente con que se miran, olvidando que aquel lente suele ser el de los intereses personales. Se establece como norma de acción el subjetivismo impermeable, egocéntrico y fanático. El asunto afecta a funcionarios, a políticos, a docentes, a comunicadores, a empresarios, a artistas, a académicos: adicionalmente, se busca el modo de hallar auditorios para ser aplaudidos en cualquiera de estos campos.
La corrupción ataca a ámbitos públicos y privados: es equívoco e injusto localizarla de modo excluyente en lo público. Es también el campo privado partícipe y beneficiario del enlodamiento que prolifera. Por ello, por la abundancia de Gekkos con ausencia selectiva de discernimiento racional sobre lo bueno y lo malo, los intereses particulares se tornan en causas nobles y deseables, ante la confusa aceptación de muchos y la cínica indiferencia de otros. Se convierte el antivalor en valor. La avaricia, apetito desordenado por la ganancia, que es un hábito de actuar mal, se plantea como un bien. Aquella memorable escena, ante un colmado auditorio, resuena en la conciencia: “…la codicia es buena, funciona”.
El oyente o el espectador de “Wall Street”, si quiere hacerlo, puede también interrogarse sobre el sentido del aplauso de la multitud, asombrada por el poder de convicción del farsante, de cuyos antecedentes criminales todos conocen: es claro que es un estafador, un especialista en defraudar a quienes ponen precisamente en él su confianza. Pero el otro ingrediente -la multitud que lo aplaude, la que se pone de pie para expresarle sus respetos, la que es engañada por el gurú de moda, la multitud que desea escuchar mentiras- aplaude por ello. Es la muchedumbre que erróneamente califica como valor lo que es antivalor. Se confirma de nuevo otro de los escolios de Gómez Dávila: “Lejos de ser criterio de verdad, el consenso universal suele ser signo de error”. En cuestiones de discernimiento sobre lo bueno y lo malo funciona la lógica, es cuestión de comprender y aceptar la realidad tal como es. No se trata de manipulación ni de entusiasmos de públicos que aplauden.