Estamos atrapados en un sistema político que nos deja ante dualismo asfixiante que plantea el caos absoluto o la mediocridad aceptable ¿Y si, por el contrario, hubiese una tercera opción? ¿Por qué no queda vedada una solución totalmente diferente?
Por Juan Fernando Gallego Barbier
Por si no le ha quedado lo suficientemente claro, déjeme repetírselo: fracasamos rotundamente. Puede quejarse si quiere, y decir que esto ya se ha repetido hasta la náusea o que, por el contrario, hay todavía unas “preciosas almas de Dios” que donan hasta el último céntimo de sus bolsillos a los niños de África, o a la causa que usted prefiera nombrar. Sin embargo ¿ha sido realmente suficiente? ¿Cree usted que la mejor y más contundente solución que hay para todos nuestros males es reciclar y donar dinero a un orfanato, para que con la absolución del “curita” del barrio pueda ir más tranquilo a emborracharse y fornicar como un salvaje, haciendo de cuenta el lunes que nada pasó? Vamos por pasos.
El liberalismo, nuestro “hermoso” y “magnánimo” modelo político moldeado y transformado a las ambiciones del presente, es un sistema del fracaso, pues asume que todos somos como el “marihuanerito” de la esquina o como nuestros honorabilísimos gobernantes de la nación: envidiosos, egoístas, violentos, entre otras lindas “virtudes” mercantiles. Además de ser una absurda falacia generalizadora, se estructura desde un circo “democrático” donde los oficialismos son nefastos y las izquierdas un chiste mal contado sobre egos y caudillismos. Ahora, esta supuesta “lucha a muerte” entre opuestos muestra a tal punto su cinismo interior, que hace ver a aquel burdo vientecillo de “La rosa de Guadalupe” como un hecho fortuito y milagroso. Ambas orillas irreconciliables de nuestra política defienden en el fondo el mismo sistema y su misma forma de vida: Son lo mismo con otra camiseta.
¿Hay entonces solución alguna? ¿Quién podrá defendernos? Claramente ni “El Chapulín Colorado” quien ahora descansa en la tumba, ni Clark Kent que anda muy ocupado tapando en el Junior de Barranquilla. Como se ven las cosas, usted podría optar por dos caminos: el primero es ir a comprar un plan exequial que, si lo paga entre varias personas, le sale más barato; o, si lo prefiere, simplemente échese a llorar porque no hay nada que hacer; el segundo camino es el de hacerse el desentendido sobre lo que pasa de fondo y dejarse examinar por esos excelentísimos peritos de la proctología de la palabra que nos gobiernan, para que, acto seguido, se compre una camiseta del color que quiera y se haga matar por ella.
A pesar de todo, si es capaz de ir un poco más profundo y darse cuenta de las brechas y odios absurdos en los que hemos sido insertados, puede pensar en un tercer camino: la construcción de utopías, mejor conocida como “el pajazo mental”.
Olvídese de los que reciclan porque no quieren ni pueden renunciar a su frenético ritmo de consumo, o de los que firman leguleyos o decretillos con los que más tarde entramos al baño. Si sabemos que las cosas andan mal ¿Por qué no podemos imaginar algo mejor? ¿Es únicamente posible pensar el futuro desde un sistema político cuya única aspiración es la mundial hegemonía del individualismo?
Es ya más que evidente que estamos al borde del colapso absoluto, y el único que podría empezar a gestar un cambio de rumbo diferente al abismo es ese al que catalogamos de “viejo pajero”; ese que pensamos que propone cosas imposibles sólo porque no podemos ni queremos sacrificar las irracionales formas de vida a las que estamos acostumbrados. Siguiendo a Esteban Krotz, si hay algo propio de lo utópico es que la utopía, como contra-mundo, exige que, primero que todo, haya una previa lectura del mundo, y para saber leer hay que saber pensar. De esto que se pueda concluir que lo utópico no es una mera calentura o, mejor dicho, el producto de un pensamiento ocioso, sino el resultado de una racionalidad atenta y perspicaz.
Nadie es profeta en su tierra, y si es que ya está entre nosotros aquel “mesías” que tanto esperan las culturas monoteístas, de seguro que estaría pensando en los “huevos del gallo” que nadie nunca quiso contemplar. Una utopía no es nunca la solución, pero es por lo menos el inicio del que no nos hemos dado el lujo de tener.
*Estudiante de Filosofía, UDEA