Introducción al poemario Un alfabeto de sombras, de Alejandro García Gómez.
Por JUAN MAR
A Alejandro García lo conocí por los tiempos del apogeo de los talleres o conversatorios literarios con Manuel Mejía Vallejo en la ya tutelar Biblioteca Pública Piloto. Igual nos encontrábamos por los mismos días con los talleres de poesía de Jaime Jaramillo Escobar y algunas veces en los del Paraninfo de la Universidad de Antioquia con Mario Escobar Velásquez. Allí, entre libros, tintos unas veces, cervezas otras o de los rones con el vaso de Manuel, me informé que procedía de un pueblo de Nariño, Sandoná, que era de las tierras del sur como Aurelio Arturo y que bueno, que estaba engrupido con los asuntos de las lecturas y la escritura. Esas afinidades nos hicieron cómplices. Un día nos invitó a Gilberto Luque (El Ángel Oscuro) y a mí a su espacio en el barrio Las Cabañas, donde nos mostró su casa y la cama de los actos privados, que ocupaba todo el cuarto, parecía un estadio inmenso para gritar los goles.
Un día en el Taller de Jaime, presentó unos poemas de su padre y otro, sus propios, primeros poemas y de hecho nos gustaron y el aplauso fue unánime, sin embargo, nunca pensé que perseveraría en el oficio de los antiguos aedas. A estas alturas, ya tiene un camino andado como telégrafo del silencio y desenmarañador de oscuridades ante las tempestades del caos. Luego perdí su ruta. Hasta que un día me fui enterando de su persistencia con algunos concursos ganados y varios textos publicados.
Los poemas navegan por el tiempo de manera inmemorial y aunque pasen los días, las palabras que lo constituyen o las formas que los albergan, se transforman en fuentes literarias con destino a un lector lejano o al pie del caracol del oído, con su ojerosa ventana de noches y de lunas, sin que se atropelle la ciencia de la lógica, la objetividad muchas veces obtusa, ni las ligerezas de un lector desprevenido, para colgar con las estrellas de mar en una pared blanca y con ellas, la pericia del creador de soledades, desde cualquier paisaje de una tarde leyendo a Homero, a Kavafis o a Whitman para descifrar un Alfabeto de sombras.
Si “todos los caminos del viento llevan a la flor”, todas las rutas del verso llevan al amor. Esa pudiese ser la consigna cuando se asume la lectura de un poemario como el de Alejandro García Gómez que para trasegar con el cuento, la novela y otras escrituras, un día plasmó los textos de la nostalgia de las horas vencidas, tras el transcurso de los siglos, como jugando a un teatro de sombras. Eso sí, todos los caminos del viento, por igual, llevan a la flor de los olvidos. Y cuando evocamos, rememoramos los caminos olvidados de la historia, la fantasía y los limitados días del individuo como tal. Solo la memoria por medio de los libros nos traen los hitos del pasado para contrastarlos con los presentes vividos. Eso se nota en Alfabeto de sombras.
Se nota el leve desamor que no compensa con lo presupuestado en los textos como:
Si te sientes perdido,
Busca de nuevo tus ojos,
Recuerda que menos el deseo
Y más el azar, el miedo a nuestras propias frustraciones
Deciden nuestra propia elección de viaje.
Es el recuerdo de lo deseado donde el azar arroja a otras realidades desde un presente inesperado.
Vamos al comienzo donde de entrada al dar una ojeada al texto en su conjunto, vemos como el autor divide el poemario en dos partes dándole a cada parte un título y donde la segunda parte es la que da título el texto.
La primera parte es la recreación y la reacción frente a la experiencia del guerrero y para este caso a Ulises como espejo. Allí donde Ulises va de regreso a su Ítaca se resume el regreso como evocación de la partida. Todo regreso es guerrear contra el olvido pero el rio Heráclito regresa con otras lluvias.
Así se va construyendo una serie de añoranzas que construyen el recelo y la desconfianza frente un presente hecho añicos desde la metáfora de los deseos escanciados en vasos vacíos: el aedo vencido, ¿Alceo el abandonado de Safo? El poema numerado con el 12 lo canta de manera clara trayendo una frase de otro poeta, ““El amor solo trae llanto de muerte””. Allí donde Ulises ya no es un canto épico sino una tragedia diseccionada con el tiempo en que ya este héroe era sol polvo del tiempo en las partículas del universo.
Poema 24:
No desconfíes de tu mujer,
Trabajo le costó tejer, tejer y tejer,
Trabajo le costó destejer, destejer y destejer,
Trabajo le costó desdeñar, desdeñar y desdeñar,
Trabajo le costó recordar, recordar y recordar,
Trabajo le costó esperar, esperar y esperar.
Pero tampoco te fíes de ella.
Baste recordar a uno de los más acuciosos historiadores de la mitología y las leyendas griegas, romanas y hebreas: Robert Graves. Este desenovilló el hilo de la tragedia de Ulises. Descubrió que derivar luego de la destrucción de Troya cayó en brazos de circe que según las raras lenguas tuvo tres hijos y el que nos interesa, Telégono, que al morir el héroe se une, ya mayor, a la que tanto tejió, destejió, desdeñó, recordó y esperó. Claro, fue un intercambio, pues Telémaco se unió a Circe y dejemos hasta aquí este chisme.
En el texto igual se perciben rastros del libro de libros en cuanto a los axiomas que va desgranado tras cada reflexión según lo aprendido por el poeta cuando sentencia: Recuerda; Vigila; Si buscas conmiseración; “Si deseas aprender…; Si te sientes perdido…; Recuerda…; No olvides…; Al regreso…; Cuando vuelvas…; Cuando llegues a Ítaca…” y así de manera sucesiva y para ejemplo miremos:
No olvides
Que la falta de oro
Te hace esclavo de quienes lo poseen;
El exceso
Te hace esclavo del oro.
Le parece a uno como salir del Eclesiastés, del Eclesiástico o del libro de proverbios aunque sobre estos temas está transversalizada la biblia:
“Los que quieren enriquecerse caen en la tentación
y se vuelven esclavos de sus muchos deseos.
Estos afanes insensatos y dañinos hunden a la gente
en la ruina y en la destrucción.”
No te afanes acumulando riquezas;
no te obsesiones con ellas.
Hay un cierto aire kavafiano que se confirma en el poema 21: Ítaca es la ciudad donde viste por primera vez la luz, el paisaje, sentiste el clima y el tono del lenguaje lugareño; donde quiera vas, llevas esa cultura impregnada en el sudor de tus poros como una pátina insobornable. Y aquí se aparece Rilke diciendo que la patria es la niñez.
Las influencias se permean con otros giros pero están ahí en el ADN de las lecturas consumidas, Friedrich Nietzsche y el Mago de Otra Parte se pavonean en líneas dispersas por el poemario.
Alguna vez para plantar pausa a la pregunta que no falta por parte del preguntón que no ha leído y te dice que si el poema es parte de tu biografía alguien dijo: CADA QUIEN TIENE SU POEMÍA. De cualquier manera los poemas son cantos a sí mismo, validos de la experiencia del poeta, de la catarsis de sí, de su entrega al mundo, de su rechazo a lo que le disgusta. En este cuento Whitman sentó bandera más allá de su Canto a mí mismo. Puede que un pájaro es todos los pájaros y cada uno espulga sus plumas, aunque el piojo es diferente cada que atrapa su liendre.
Hay versos, líneas que te engullen como el famoso hoyo oscuro o te expulsan fuera de órbita como ese poema 31:
No por miedo a la luz sino más bien al resplandor,
Mantén cerrada tu mano donde guardas las verdades.
Este símbolo del puño o mano cerrada nos lleva a interpretar en dos direcciones: para abrirlas luego y tirar aleluyas o soltar las avispas.
El poemario nos remite a lo efímero de la vida a veces con un aire fatalista y otras de reconciliación y en cualquier caso el hombre es una flecha disparada que sabe llegar al momento en que la fuerza de empuje empieza a declinar de manera inexorable. Aguda o roma ya pasada su velocidad constante, termina, bien tirada, clavada en ángulo de cuarenta y cinco grados o mal tirada con estruendo aparatoso sobre la tierra, al albur, como sin dignidad y en definitiva la fuerza de gravedad le aterriza sin ganancia ni pérdida para la flecha misma pero con dolor para quien dispara el arco.
El poema 34 nos recuerda que a veces hay las preguntas inútiles que no remiendan ni las incertidumbres de tanta espera al partir, al volver o al llegar a cualquier lugar o al final de un objetivo como para seguir subiendo la piedra de Sísifo.
En cuanto al poema 35, me parece estar leyendo una página de Mejía Vallejo cuando capitula que uno muere de manera definitiva cuando muera el último en recordarlo a uno, sea este familiar, amigo, enemigo o conocido.
El poema 37 que reza:
Casi siempre
El temor, con ropaje de prudencia,
Derrotó en mí el heroísmo.
Este texto recuerda una página de Albino Luciani (Juan Pablo I), en torno al estudio de los temperamentos por el padre del famoso juramento hipocrático, asunto más conocido que el de los genios temperamentales, que solemos confundir, puesto que todos tenemos tendencias y sentires diferentes frente a un mismo fenómeno. Hay asuntos que se quedan fuera de la lógica de los acontecimientos y sucesos en los sesos de los hombres, algo que ya va determinado por los genes o una energía de menos o demás, y entre los extremos la variedad de opciones.
Otro texto sobre el que reflexiono es el número 38:
¿Quién ha construido una escalera
sin agachar la cabeza?
Me remite a un asunto social sobre la disyuntiva si obedecer o mandar, sobre la humildad y el orgullo. Me remite a la ley de las jerarquías: todo quien manda no es un tiranuelo, ni todos los que obedecen son bobos.
La escalera nos eleva pero para construirla agachamos el cuerpo y por ende la testa. Eso sí, sirve para subir, a menos que pase por debajo el gato negro.
Es bueno tener en cuenta que muchos textos pasarán inadvertidos y otros tendrán su eco en alguna memoria presente o futura. Casos han sido como es del Conde de Lautréamont socializado por los surrealistas.
Hay una línea al final de la primera parte que dice:
Confía tu memoria al viento.
Sobre esta parte recuerdo que Juan Manuel Roca, entre sus textos, envió una carta por el buzón del viento y creo ha llegado a muchos nichos y ha sido rumor entre hojas y estrépitos de algún farallón o acantilado. Viento, metáfora que ha desempolvado autores olvidados y luego son fuente viva de acontecimientos olvidados o futuros donde llegue el eco recogido en unas hojas de papel, tatuada en la piedra o el barro vitrificado o en la nube o más allá de las nubes en un satélite políglota.
Si la primera parte se refiere a lo cantado, la segunda parte se origina en una reflexión sobre el cantor: Homero.
Yo, el aeda ciego…
Y el bastón para ir a tientas sondeando entre los caminos la ruta de un destino para un destinatario que hizo uso de la memoria para transmitir el mito, la leyenda, la historia: los prejuicios.
Un poema dramático si se quiere o acepta es el número ocho de esta segunda parte Donde lo efímero es tan presente que se desvirtúa ese afán de poder, de reinar, de mandar. Poder del tamaño o dimensión que sea. Todo tan efímero como el agua que se escurre por entre los dedos cuando se te derrite el hielo por más sólido que este sea.
Es el tiempo que transcurre llevándoselo todo en sus giros ante el sol, ante la galaxia, entre el globo Laniaqueo. ¿Dónde quedará el recuerdo, lo vivido de ese inexorable río que lo arrastra todo?
Toda la segunda parte es un recorderis a la memoria del gran ciego, y como metáfora paradigmática, una alerta a nuestras cegueras, a nuestros orgullos efímeros, pues todo pasa.
Toda la segunda parte es ese honroso homenaje al gran aeda de la épica y la epopeya: Homero.
El Alfabeto de sombras es una memoria para hacer lo mismo refrescándola, abanicándola y tirada al viento por ese buzón de tempestades y brisas, según la marea del mar y los paseos de la luna.