La Constitución es a un país lo que la partitura a un concierto. Colombia, entonces, ahora se asemeja a una orquesta desafinada.
Podría compararse el adecuado funcionamiento del Estado con el de una orquesta. En esta, un conjunto de magníficos ejecutantes, cuidadosamente escogidos y muy bien preparados, tocan sus respectivos instrumentos siguiendo una partitura, atentos a las instrucciones del director, y así alcanzan la perfección necesaria para deleite del espectador.
El correcto funcionamiento del Estado reclama la acción coordinada de multitud de órganos, guiados por un gobierno correcto, respetuoso de la Constitución, lo que le permite alcanzar los fines propuestos en lo que se refiere a respeto de los derechos humanos, seguridad, salud, educación y bienestar.
En Colombia, la Carta de 1886, sabiamente reformada en 1910, 1936, 1945 y 1957, con leves retoques hasta 1991, permitió sacar al país del más triste atraso y convertirlo en un Estado moderno, pero en esta última fecha el afán de novedades nos trajo una nueva Constitución, donde todo se desafinó: una serie de órganos autónomos rompió la necesaria unidad de mando; la elección popular de alcaldes y gobernadores desarticuló el país, estimuló la corrupción y disparó el clientelismo. El bipartidismo, que tanto conviene a la democracia, dio lugar al populismo, convirtiendo el Legislativo en una montonera díscola e impredecible, que solamente funciona a base de mermelada. Para ejercer las más difíciles funciones, basta con haber cumplido 18 años y una cuarta parte del territorio se entregó a la rapiña de sedicentes líderes indígenas que envían a mendigar a las mujeres y los niños por el resto del país.
Esa Constitución, que con sobrada razón Jesús Vallejo Mejía llama “el código funesto”, supera los 400 artículos inconexos e imprecisos. Como ha traído tanto desorden, ya ha exigido como 50 enmiendas precipitadas, que por eso, en vez de corregirlo, lo han agravado.
Para completar el desastre, el gobierno anterior convino la entrega del país a la subversión, haciendo aprobar, mediante la violación de todas las normas constitucionales, una supraconstitución paralela, de 312 páginas de barbaridades, como la JEP, redactadas por un comunista chapetón y varios rábulas colombianos, hasta el punto de que nadie sabe cómo proceder, porque, además, todo acto jurídico, desde la ley y los decretos hasta las más humildes resoluciones, puede ser anulado, corregido o tergiversado por jueces escogidos para fallar en determinado sentido político.
En esas tristes condiciones, comprendo la cautela del presidente Duque para actuar frente a la lamentable herencia que recibió, en asuntos de vida o muerte como:
En realidad, mientras el país no disponga de un orden constitucional sólido, eficaz y armónico, orientado por los principios del estado de derecho y la prevalencia del bien común, nada puede hacer un gobierno, salvo atender detalles cosméticos e incrementar el gasto público para acallar protestas, reclamos o chantajes.
Sin duda alguna, el entramado actual hace imposible todo intento de reforma estructural en cualquier área.
Volviendo al símil inicial, la Constitución es a un país lo que la partitura a un concierto. Colombia, entonces, ahora se asemeja a una orquesta desafinada, que lo único que produce es ensordecedora cacofonía.
Queda, entonces, tema en el tintero para posteriores comentarios, dada la urgencia de buscar correctivos, sin pretender nunca tener la última palabra.
***
Entonces, “el progresismo” de Hadad consiste en seguir la política que detuvo el ascenso de Brasil en la escala mundial, retrotrajo ese país al subdesarrollo, destruyó Petrobras, multiplicó la corrupción y enriqueció a Lula y sus hijos