Es posible que se romantice la profesión, pero creo que sin romanticismo no puede haber periodismo
Vi la serie Tijuana de Netflix la semana pasada, en once capítulos que me trasportaron a la frontera norte entre Latinoamérica y los vecinos ricos de arriba. En conjunto, la serie la interpreto como un gran elogio a los periodistas latinoamericanos que lo exponen todo para llevar al público información veraz en medio de tanta violencia y opacidad. Un público cada vez más sobre-informado y, al mismo tiempo, cada vez más carente de información adecuada y precisa que le permita tomar decisiones vitales. Un público que sabe todo sobre el incendio en París, pero que desconoce que pasó ayer en su cuadra.
Los periodistas en la serie son arriesgados buscadores de la verdad y también son genuinamente humanos. Las actuaciones de Damián Alcázar en el papel de Borja (el director del semanario), la de Tamara Vallarta como Gabriela Cisneros (la nueva periodista que encarna la tenacidad), y el papel de Rolf Petersen como Lalo Ferrer (el periodista veterano y bebedor que coquetea con la ley y con el crimen), son realmente destacados y ayudan a sostener la serie. La trama es adecuada y creíble para la región: políticos corruptos, candidatos asesinados, drogas, migrantes, pederastia, intentos de censura, etcétera. Aquí, la cercanía con la realidad mexicana y con la muerte dejan su impronta. Inclusive su aroma.
El jefe del periódico estoico y decidido, la fotógrafa que llena las paginas rojas del diario con las muertes -por decenas- de los migrantes, el periodista investigador que cena tacos con la policía y calmas sus penas en el burdel, la joven periodista perdida en su propia búsqueda incansable. Es posible que se romantice la profesión, pero creo que sin romanticismo no puede haber periodismo.
La serie logra envolvernos en la cruda realidad de esta enigmática ciudad fronteriza que es cuna de carteles de narcotráfico, de bandas de coyotes que por dinero a cambio cruzan migrantes del triángulo norte. También el epicentro de disputas políticas severas y de escándalos de corrupción. Tijuana logra enganchar al televidente desde el minuto uno donde los periodistas marchan para no olvidar la muerte de Iván Rosas, un colega asesinado cuya muerte sigue impune, hasta el final del capítulo once, donde un rótulo en letras blancas nos indica que, en medio del rodaje de la serie once periodistas fueron asesinados en México. Cada episodio encarna un hombre muerto por salvar la voz en medio del silencio.
Pero no es solo un asunto de México, Colombia es un país que sigue de cerca esta barbarie. En medio de la región más violenta del planeta (Latinoamérica aporta uno de cada tres muertos en el mundo), se presentan las mayores tasas de homicidios, amenazas, ultrajes y censuras a los periodistas en todo el globo. Su riesgo es equiparable al de los mineros o de los expertos en explosivos.
En la serie, el semanario Frente Tijuana ejemplifica las vicisitudes de todos los periodistas de América Latina, valientes profesionales que viven de cerca con la muerte, el crimen y la policía, tomando el pulso de la vida de la región. En tiempos de nuevas censuras, de estrategias sucias por vía judicial, de persecuciones en redes sociales, de acosos electrónicos, de panfletos amenazantes con mala ortografía y demás estratagemas en contra de la verdad y el recuerdo. La serie es un acierto fulminante, incluso más fulminante que las balas que rondan al equipo del Frente Tijuana a lo largo de más de once horas (que se van rápido en medio de giros que incluyen: cerveza, tacos y mezcal). Con esta serie, el mensaje de Latinoamérica para el mundo es: si deseas buscar héroes hoy, no debes ir por los Avengers, Shazam o la Capitana Marvel, sino por sus periodistas, que, aunque se quiten sus gafas y muevan su cabello… seguirán siendo los mismos.