Se ensancha la banalización de la vida cotidiana entre los jóvenes, el diálogo y el adecuado uso del idioma se empobrece y, desde luego, las oportunidades para uso de las redes como herramienta de agresión.
Se han ido colando imperceptiblemente durante los últimos años al punto que quienes no cuentan con un celular llaman la atención. Son cada vez menos pero ahí están, padeciendo si no lo pueden comprar o resistiendo a su proliferación por considerarlo invasivo. Con las nuevas generaciones todo lo contrario: expectativa y avidez por un aparato en la mano.
En ningún caso los computadores o las tabletas se acercaron a la cantidad de teléfonos inteligentes. El celular se hizo cada vez más versátil, más pequeño, más potente y menos caro. Aunque su multiplicación empezó entre adultos jóvenes de las clases medias, pronto creció en todas las direcciones.
Una dificultad, luego de la llegada de los aparatos inteligentes, era el costo de la conexión. De qué valía un teléfono si el wifi era limitado o el servicio doloroso para el bolsillo. La masificación y la competencia trajo la reducción de las tarifas y la mayor cobertura geográfica contribuyó al aumento de los usuarios. Colombia ha pasado de 6 millones de líneas de servicio de telefonía celular en 2011 a más de 62 millones en 2017. Muchas más líneas que habitantes tiene el país.
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La mesa estaba servida para que adolescentes y en no pocos casos, niños, se hicieran parte de ese mercado, listos para descubrir un vehículo lleno de inmensas potencialidades, aunque a la vez de grandes riesgos.
En una ocasión le pregunté a un estudiante de la comuna 13 ¿qué le gustaría hacer al terminar el bachillerato? Sin dudar me respondió: quiero un celular y una motocicleta. Tomó la conversación por donde más le sonaba y lejos estuvo de mencionar instituto técnico, profesión, trabajo o universidad.
Pero, el codiciado celular se ha convertido también en instrumento de “intimidación para ejercer maltrato psicológico y continuado”, según define al ciberacoso la ley colombiana. Y, a partir de allí, dos grandes desafíos: cómo prevenir el bullying electrónico y, cómo aplicar las normas, tanto para disuadir como para castigar los excesos.
Una encuesta reciente llevada a cabo por Unicef y la oficina de la Representante Especial de la ONU sobre la Violencia contra los Niños, en 30 países, con más de 170 mil estudiantes, un número más que significativo, muestra que 1 de cada 3 alumnos ha sufrido acoso cibernético y “uno de cada 5 ha tenido que faltar a la escuela por esa razón”. Y, como era de esperar, estas agresiones ocurrieron en el resbaladizo territorio de las redes sociales y casi sin excepción por medio de los celulares.
Infortunadamente, la prevención está lejos de ser eficaz, pese a los esfuerzos de familias, colegios y autoridades educativas. Por su parte, las normas y disposiciones legales hasta ahora elaboradas sufren aún de considerables vacíos y limitaciones, en buena medida por la velocidad con que las herramientas tecnológicas, el aumento de usuarios y las modalidades de acoso digital evolucionan. El acoso digital atemoriza a la víctima por su alcance, llega en cualquier momento y sin previo aviso, casi siempre esconde al agresor tras el anonimato, independientemente de su edad o fortaleza física y no hay manera de eliminar la agresión del riesgoso universo de las redes sociales. Los adultos viven en constante rezago porque, hasta ahora, la mayoría no son nativos digitales. Por el contrario, ante sus ojos se ensancha la banalización de la vida cotidiana entre los jóvenes, el diálogo y el adecuado uso del idioma se empobrece y, desde luego, las oportunidades para uso de las redes como herramienta de agresión.
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Mientras los instrumentos para contrarrestar el acoso digital avanzan, así como en el Metro de Medellín o en otras dimensiones de la vida diaria, el antídoto por excelencia debe ser el impulso a la cultura ciudadana, cuya eficacia para la construcción de una convivencia de calidad superior en el inmenso ámbito digital, está fuera de duda.