Sueños y pesadillas

Autor: Eufrasio Guzmán Mesa
9 agosto de 2018 - 12:10 AM

No era a costa de la libertad que podíamos buscar la justicia

Una de las formas más fascinantes del arte humano es el cine. Su origen remoto en el teatro y los juegos con las sombras, las siluetas móviles y el contraluz, son indiscutibles. Es humano el deseo de recrear el movimiento de la vida y poner en escena el drama humano con sus intensidades o la comedia como modo de reír tomando distancia de nuestras propias limitaciones. Pero hay que remitirse a la relación del arte cinematográfico, con toda su evanescencia y toda su profundidad y paradójica futilidad, a la actividad onírica. Los sueños tienen esa extraordinaria luminosidad, precisión y riqueza que también se diluye en ráfagas de olvido y evocación.

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Soñar ha sido una actividad enigmática y los sueños un fenómeno extraño que ha llamado la atención del ser humano quizás desde que existimos como especie. El hecho mismo de surgir en medio de la noche en el otro tiempo sagrado del descanso los ha vinculado desde siempre con una alteridad que hemos intentado clasificar, comprender y explicar. Los grandes libros sapienciales de la humanidad le conceden una importancia proverbial y muchos de ellos parecen nacer de ese espacio enigmático que se ha valorado pues no conoce fronteras de tiempo o lugar, ni barreras de pobreza o riqueza, poder, raza o religión. Consultar con la almohada es una expresión que indica el poder que se le concede a ese contacto con nuestras capas más arcaicas del ser.

Quienes nacimos en el comienzo de la segunda mitad del siglo pasado experimentamos diferentes sueños comunes. Hubo uno hermoso que fue vivido no sólo por desposeídos de la tierra sino que intelectuales en formación de muy distintas procedencias lo vivieron intensamente. Algunos de ellos, con armas en la mano y otros con diversos medios más civiles, lo siguen experimentando como el sueño de su vida. Era o es, no sé -he perdido mucha de la seguridad dogmática que tenía hace más de treinta años- era, repito, un sueño noble: Lograr incrementar la justicia social, disminuir la desigualdad, abrir oportunidades para los excluidos de mi nación y de la tierra.

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Uno salía de las asambleas estudiantiles con la firme ilusión de un amanecer revolucionario para el cual deberíamos estar listos. Pero las primeras ejecuciones sumarias en Cuba, la persecución a artistas e intelectuales, la invasión a Checoslovaquia, y aquí entre nosotros la atmósfera dogmática e intolerante que se reflejaría en los grupúsculos de insurrectos que no dialogan, la vigilancia estalinista de las costumbres “pequeño-burguesas” fueron, por lo menos para mí, indicadores suficientes de que no era a costa de la libertad que podíamos buscar la justicia. El tiempo me ha dado la razón, el movimiento insurreccional colombiano entró en un paroxismo de pesadilla indescriptible. Ningún visionario de la época hubiera sido capaz de presentarnos hasta donde se llegaría con esa ilusión. La extorsión, el secuestro y la retención de seres humanos y la incursión en el crimen de lesa humanidad de la producción y comercio de narcóticos, que están destruyendo a la humanidad y tiene a la nación en las vísperas de un colapso superior a la peste, era casi imposible de imaginar. El desempeño de Daniel Ortega en Nicaragua, y la deriva cleptocrática del chavismo en Venezuela, se han convertido en pesadillas de espanto; esos miles de jóvenes asesinados cuándo han protestado nos alertan de la transformación de un sueño en una tragedia de espanto mayor que cualquier pesadilla.

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