Mi madre con la sabiduría propia de las personas de su edad, dice que “De nada vale la grandeza y pulcritud de las instituciones, cuando la mente y alma de los hombres que las dirigen están impregnadas de maldad y vileza”.
A pesar de que somos un país inmensamente grande, rico, multifacético, pluriétnico y con extraordinarias riquezas y potencialidades en el campo económico, social, humano y natural, entre muchas otras bondades que nos ubican en el concierto general como uno de los países más felices del mundo, algo muy extraño y dañino se cierne- subyace en el interior de nuestra Nación y causa un terrible efecto de desconfianza y temeridad que hace que –igualmente- seamos una de las naciones más violentas y complejas del Universo.
Poner de acuerdo a una nación tan diversa es realmente un reto muy difícil. Antes de 1991, nos quejábamos de que todo era porque no teníamos un buen régimen constitucional y que -por ello- tanta anarquía social, desigualdad, injusticia e inequidad y los fenómenos de violencia y corrupción campeaban orondos a falta de un orden social, jurídico y económico que pudiera poner “tatiquieto” a todas estas nefastas expresiones de descomposición social y política. Ante todas estas dificultades tuvo que expresarse la sociedad civil, a través de marchas, manifestaciones populares y ciudadanas y, en especial, con el “Movimiento de la Séptima Papeleta”, como así se le llamara a toda esa gran manifestación social que originó la constituyente del 91.
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Nació pues, la Constitución del 91, como consecuencia de todo ese inconformismo y de todas las dificultades por las que pasan no sólo el común de las gentes, sino también la institucionalidad estatal y gubernamental, que ya no tenían la más mínima credibilidad entre la gente para adelantar y sortear con éxito los correctivos y el rumbo que el pueblo exigía a sus problemas, necesidades y aspiraciones.
Con dicho orden jurídico se creyó haber superado todos esos problemas, originados fundamentalmente en la corrupción y la violencia que por aquéllas calendas vivía el país y que fueron el motor y el impulso fundamental a los nuevos vientos de cambio y de transformación que se veían venir con la adopción del novedoso régimen constitucional y político aprobado por el pueblo, a través de la Asamblea Nacional Constituyente.
Con ese loable propósito y la esperanza de que ahora sí el cambio y el Estado de Bienestar llegarían a la vida nacional, modernizando a Colombia e introduciendo en nuestro sistema político y administrativo la concepción de un verdadero Estado Social y de Derechos, se crearon instituciones tan claves e importantes para los colombianos como la Corte Constitucional, la Fiscalía General, el Consejo Superior de la Judicatura, la Defensoría del Pueblo, la Procuraduría, la Tutela, entre otras entidades, todas ellas orientadas a combatir las problemáticas que habían sido inspiradoras de su creación, pues se pensaba que con éstas la redención de esos graves males no se dejaría esperar. Basta recordar, para ilustrar la sana intención de los gobernantes que lideraban al país en esa época: “Bienvenidos al futuro” o “En Colombia el futuro es ya”, entre otros promisorios y llamativos mensajes.
No cabe la más mínima duda que por entonces, no sólo los ciudadanos, las instituciones y con ellos, la sociedad civil y los mismos gobernantes, estaban absolutamente convencidos -como en efecto lo hicieron- de que no se podía esperar más. Había que hacer los relevos, renovaciones y reformas que se pedían a gritos por la ciudadanía o el Estado de la época y la sociedad misma, colapsarían inexorablemente. Recuérdese los nefatos y tristes episodios que sufría el país por causa de los embates del narcotráfico y la corrupción generalizada que permearon la institucionalidad a tal grado que se llegó a pensar que no sólo el congreso, sino también todo el sistema político, incluyendo la presidencia, la justicia, entre otras instituciones, estaban manipulados por los capos –de estos macabros negocios- que habían extendido sus redes de accionar a todos y cada uno de los organismos de poder estatal y social existentes.
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Pero, ¡qué lástima!, como todo en nuestra amada patria, pasó el bum de la Constitución del 1.991 y todo sigue igual –por no decir que peor- los fenómenos de alta y grave criminalidad, delincuencia e impunidad proliferan “por doquier,” las instituciones que antes habían sido creadas como adalides para combatirlas se han quedado cortas y muchas de ellas han sido signadas -invadidas también- por deplorables muestras de debilidad y decadencia, dejándose corromper en iguales o peores circunstancias a las anteriores y nada pareciera que pueda ser el remedio a esos grandes males que nos invaden desde tiempos inmemoriales. Mi madre con la sabiduría propia de las personas de su edad, dice que “De nada vale la grandeza y pulcritud de las instituciones, cuando la mente y alma de los hombres que las dirigen están impregnadas de maldad y vileza”.
Actualmente se siente en el ambiente -con respeto al pasado- que nada distinto a lo ocurrido ha cambiado y que hay que continuar buscando alternativas que permitan realmente producir verdaderos cambios en nuestro sistema político y social, so pena de que dichas problemas nos lleven a situaciones inimaginables e inaguantables de descomposición, anarquía, violencia y polarización. Hay que actuar antes de que sea demasiado tarde, no esperemos a que las cosas lleguen al estado en que se encuentran hoy Chile, Bolivia, Venezuela.
¡Dios salve a Colombia!