Nos tienen ahí de espectadores, como cuando éramos niños y aplaudíamos sus proezas. Para ellos lo ideal es que no abandonemos el espíritu festivo y sigamos divertidos con la grosería de su espectáculo.
Esos magos de la infancia sí que nos divertían. Los encontrábamos en las fiestas de los amiguitos, en las tarimas de feria, en el aula máxima del colegio, en las pantallas de la televisión en blanco y negro, en los circos que levantaban sus carpas efímeras y nos dejaban hambrientos de más risas, asombros y golosinas. ¡Estaban en todas partes!
Todos se parecían, aunque algunos estuviesen vestidos de payasos y otros con chaquetas de colores detonantes o enfundados en la oscuridad de un frac alquilado y triste.
Y entonces ahí, frente a nuestros ojos de niños, sus actos de ilusionismo nos transportaban a mundos en donde todo era posible: Las monedas podían salir graciosamente por nuestras orejas, el trapito rojo desaparecía de repente, la bolita pasaba sin ser vista de un bolsillo a otro, el naipe en el que pensamos sin decirle al mago ni una palabra, emergía de nuestra nariz de niños sin que nosotros hubiéramos sentido su intrusión.
Ahh, los prestidigitadores no tenían fronteras, todo lo podían hacer, todo lo podían lograr.
Se ha definido a la prestidigitación como “una disciplina que consiste en utilizar las manos para realizar diversos trucos y así engañar al espectador. Los prestidigitadores, por lo tanto, son ilusionistas ya que crean efectos que parecen mágicos, sin que los observadores puedan descubrir cuáles son las razones físicas o lógicas que los sustentan”.
Pero fuimos creciendo e insistimos en concurrir extasiados al espectáculo de los prestidigitadores. Ya sabíamos de manera consciente que íbamos a presenciar trucos e ilusiones, sabíamos que seríamos engañados, pero pagábamos seducidos por una motivación íntima: Trataríamos de saber cómo lo hacían, encontraríamos la consistencia del truco. Y nada.
Ya casi no se ven prestidigitadores con sombreros de bombín y chaquetas detonantes (tal vez uno por ahí, un tenor tenebroso de apellido de la Espriella). Ahora son presidentes de corporaciones financieras, senadores encumbrados, funcionarios públicos, presidentes de la república y expresidentes, ministros, fiscales y exfiscales, alcaldes y exalcaldes, gobernadores y exgobernadores, personeros, contralores, procuradores, generales del ejército, policías. La oferta es variopinta y de dimensiones descomunales. Siguen haciendo lo mismo: Desapareciendo cosas, personas y dinero, impidiendo que sepamos a ciencia ciertas en dónde está la bolita, entregando cartas marcadas, sacando trapitos que cambian de color ante nuestros ojos, que desaparecen en sus manos y salen luego por sus bocas en tiras largas que se llenan de repente con serpentinas y confetis.
Y sonríen siempre. Su mundo es una fiesta. Nos tienen ahí de espectadores, como cuando éramos niños y aplaudíamos sus proezas. Para ellos lo ideal es que no abandonemos el espíritu festivo y sigamos divertidos con la grosería de su espectáculo, que paguemos por verlos, que podemos saber que el engaño está ahí, pero que lo aceptemos entusiasmados porque lo suyo es magia buena.
Hay un cuadro en el Museo Municipal de Saint-Germain en Laye, Francia. Tiene 53 centímetros de alto por 65 centímetros de ancho. Se le atribuye a El Bosco, un pintor flamenco del siglo XV. Dicen que lo pintó entre 1475 y 1480. En él se muestra a un charlatán medieval rodeado de aldeanos que observan con asombro sus artilugios. Hay muchos símbolos en el cuadro: sapos, roedores, contrastes entre la mirada del niño y la del adulto. Pero tal vez lo más contundente del cuadro es la denominación que el mismo pintor le dio a su obra: El prestidigitador y el ratero.
Es como una especie de premonición que dibuja la gran estafa de nuestro país. Es hora de salirse de este espectáculo grotesco.