Por su magnitud e impacto, ambas desgracias merecen estar en el primer plano de la atención y la solidaridad de pueblos y gobiernos del mundo.
En dos países vecinos de Suramérica transcurren hoy severas tragedias contemporáneas con gran impacto global. Venezuela, un país rico entre los ricos del mundo, expulsa por hambre y miedo a millones de sus hijos y somete a la miseria a quienes resisten a la corrupta tiranía. Brasil, símbolo por excelencia de la feracidad del trópico, asiste a la devastación de miles de hectáreas de su Amazonía, producto de más de setenta mil incendios forestales reportados durante 2019. Por su magnitud e impacto, ambas desgracias merecen estar en el primer plano de la atención y la solidaridad del mundo; no es así.
Según las últimas estadísticas recogidas por Naciones Unidas, casi cuatro millones y medio de venezolanos han huido por la persecución política del régimen chavista o la hambruna desatada por el desastroso manejo de la economía otrora boyante. Aunque los grandes medios internacionales de comunicación apenas la muestran, esa diáspora, que atendemos los países receptores es calificada como de mayor tamaño que la siria. Como si no bastara con ese desastre, la mitad de los treinta millones de ciudadanos que permanece en el país se encuentra en condiciones de pobreza multidimensional y el 80% de las familias se encuentra en estado de inseguridad alimentaria. De esta crisis que afecta al ecosistema humano es responsable la corrupta jerarquía chavista y son corresponsables los países y organismos multilaterales que observan el sufrimiento de ese pueblo y el deterioro de la nación sin usar las múltiples herramientas de sanción económica y política con que podrían controlar al gobierno criminal y alentar el inmenso, y todavía inútil, esfuerzo de los partidos opositores por recuperar la democracia.
En el norte de Paraguay, el oriente de Bolivia y la Amazonía brasilera, miles de hectáreas de bosques han ardido durante el último mes, que es de menos lluvias y mayores vientos. Aunque todos esos incendios son muy severos, los que amenazan con devastar un amplio sector selvático de Brasil han convocado el interés de la opinión pública e importantes gobiernos del mundo. Tanta atención es razonable, dados los enormes riesgos ambientales implícitos en el deterioro de la Amazonía, aunque no carece de un sesgo político.
La preservación de la selva amazónica es un imperativo del que no deberían zafarse gobiernos, ambientalistas, empresarios y organismos globales. Ella es uno de los grandes pulmones del planeta, calidad valiosa, pero, más trascendental aún, es un reservorio de humedad que contribuye a controlar la crisis climática y evita la desertización de gran parte de Sudamérica; ello porque esta selva se asienta en la antigua laguna amazónica y porque tiene capacidad permanente para beber agua de los suelos y devolverla, por exudación, a ellos. Garantizar que ese virtuoso proceso continúe ofreciendo vida al planeta es una responsabilidad que compete a los afortunados países que albergamos la Amazonía así como a las sociedades consumistas y derrochadoras, que obtienen sus ventajas vitales del aprovechamiento de recursos naturales propios y del resto del mundo.
En los nueve países que tenemos el privilegio de albergar ese inmenso bosque y reservorio de humedad, el Amazonas se encuentra en peligro. Lo amenazan la corrupción y explotación indebida, como lo ha hecho el chavismo al liberar el Arco Minero venezolano para que sus aliados lo exploten sin límite; lo arriesgan gobiernos, como los de Morales en Bolivia o Bolsonaro en Brasil, que incentivan actividades de explotación del suelo amazónico, y lo ponen en peligro estados como el colombiano, que no logran contener, así luchen contra ellas, las actividades ilegales, informales o desordenadas que hacen que en la Amazonía siga ocurriendo el 70,1% de la deforestación que hoy aqueja a Colombia, según reportó el Ideam el pasado julio.
Dada la gravedad de la tragedia ambiental en Brasil, países líderes de la cumbre del G7 que comenzó ayer sábado y se extenderá hasta el lunes en Biarritz, Francia, abogan porque los países más desarrollados se abstengan de firmar el acuerdo Unión Europea-Mercosur hasta que el presidente Bolsonaro modifique su agenda sobre la Amazonía, entendiendo que sus obligaciones con ella exceden su condición de guardián de los intereses de su país. Aprovechar los instrumentos de sanción para promover cambios de actitud frente a la crisis climática es una alternativa valiosa así tenga riesgos de futilidad y visos de sonrisa a la galería que clama con más fuerza contra el derechista presidente brasilero que por el cuidado de la selva amazónica. Más útil, aunque más profundo, es aceptar negociaciones multilaterales para definir los aportes de los países consumistas y ricos a los países que todavía necesitan resolver su pobreza y subdesarrollo para que sigan cuidando como hasta ahora han intentado hacerlo los magníficos bosques y caudales que tanto necesita el mundo; esa sí que sería una acción profundamente solidaria.