Las rémoras en la vida de una nación se convierten en el obstáculo para que cualquier proyecto tenga una feliz culminación, socavando con su negatividad las posibilidades de todo intento de renovación política.
Las redes sociales han ido depauperando el lenguaje, aniquilando la riqueza de nuestra lengua hasta colocarnos en el terreno donde ya es casi imposible definir lo que es intangible. De pronto recordé la palabra rémora y las connotaciones que de ella se desprendían al indicarnos el alcance de una actitud fincada en el incalificable hecho de convertirse en un peso muerto en una sociedad. Las rémoras en la vida de una nación se convierten en el obstáculo para que cualquier proyecto tenga una feliz culminación, socavando con su negatividad las posibilidades de todo intento de renovación política. Las rémoras del colegio torpedeaban con su indolencia la nobleza de los objetivos del conocimiento, las rémoras que enquistadas en la estructura burocrática del Estado impiden que los proyectos de un gobierno tengan el debido proceso. La rémora es un pez que vive de las sobras de los otros peces, sin hacer esfuerzo alguno. El “vivo” o el avivato (a) es la rémora que actúa desde las sombras convertido en comodín al uso de los distintos grupos en una democracia enfocada, con su concepto de mayorías, como un problema de estadística, como recuerda Borges, y no de pensamiento social. En medio de este clima equívoco la rémora sacará partido a su mediocridad y como nunca ha discrepado de nadie, pasa de arrastre de gobierno en gobierno, de directorio político en directorio político sin que nada le pase. ¿Qué le ha aportado al país el Dr. Fernández de Soto? ¿Su exquisito trato diplomático en reuniones de alto turmequé? ¿Qué le ha aportado al país María Emma Mejía? Pero ahí, imperturbables, pasan de uno a otro alto puesto. Y si examinamos concejos, asambleas, nos asombraremos al descubrir que orondos ediles o diputadas han estado repantigados durante veinte años sin aportar nada en tanto que sus bienes pecuniarios han aumentado desproporcionadamente mientras pueblos y ciudades han ido profundizando su problemática hasta reventar en manos de especuladores y corruptos.
¿No es este abrumador peso muerto, de vivos y vivas amparados por la burocracia de los llamados partidos políticos, degradados ad infinitum por la mermelada santista, el mayor obstáculo para que pensemos en un nuevo país? Los mayores y más fervientes defensores del oficialismo santista fueron los sublimes nombres de Efraín Cepeda y Hernán Andrade arquetipos de la rémora. Pero la rémora no alude solamente a los politiqueros de derecha, a esos representantes que nunca levantaron la voz en una sesión para proponer algo y continúan trabajando para sus caciques sino que es la misma izquierda – derrotada por su incapacidad de repensarse- la que en la “postguerra” debe abocarse a sus propias rémoras instaladas en la burocracia donde han terminado por aburguesarse vergonzosamente. ¿Qué aporte sobre el país le debemos a Iván Cepeda, a Aída Avello, a Carlos Romero, a Kalmanovitz, a Claudia López, a Sanguino? ¿Quiénes son los Verdes y porqué su silencio ante los gravísimos atentados del Eln al medio ambiente? Cuando el discurso político se reduce a repetir slogans ya desacreditados se termina por caer en esa tautología donde cada cual cree que habla a los demás cuando en realidad sólo están emitiendo vacío. Reducir hoy lo que fue su supuesto proyecto revolucionario a una andanada de simples denuncias sobre problemas puntuales, únicamente conduce a acelerar su esterilidad mental, a disfrazar su fracaso con el tic de una demagogia inane y a ser parte, tal como hoy lo son, de la inercia general de nuestra vida política donde se confunden desfachatez y arribismo social.
P.D Al reducirse el lenguaje crece la estupidez.