El vergonzoso déficit financiero de las universidades públicas que este gobierno hereda sin que eso lo dispense, ha humillado durante largo tiempo la autonomía universitaria a cambio de presupuesto para sobrevivencia
El actual movimiento estudiantil se ha legitimado no solo por la justeza de su reivindicación sino también por su legalidad, su credibilidad y su carisma.
El vergonzoso déficit financiero de las universidades públicas que este gobierno hereda sin que eso lo dispense, ha humillado durante largo tiempo la autonomía universitaria a cambio de presupuesto para sobrevivencia, ha escupido irrespeto sobre la inteligencia en general y sobre el derecho a la educación pública con calidad y cobertura, ha derramado ácido muriático sobre las letras, los laboratorios y las aulas, ha inhibido el desarrollo del país ligado a la ciencia, la tecnología y la innovación y ha levantado un muro para generaciones paralizadas socialmente en el bachillerato o graduadas sin empleabilidad. La continua angustia presupuestal acostumbró a la universidad pública a los mínimos de la acreditación; a pensar en modo pobre. Otro será el espacio para decir sobre las responsabilidades de la universidad en el asentamiento de esta cultura adocenada.
El gobierno reconoce el problema histórico con su gravedad a pesar de que su falange política de retaguardia tiene el talante de la contrailustración y de la insensibilidad con lo que no sea de su más íntimo interés; igualmente lo han reconocido la opinión pública “del” público y la opinión pública “para” el público. Esos reconocimientos han servido para proteger hasta ahora al movimiento estudiantil contra esa otra forma de opinión pública fabricada como tramoya de contrainteligencia para minar la credibilidad de esta clase de movilizaciones sociales.
Pero eso ha llegado a ser así no solo por la justeza de lo reivindicado sino también porque se ha cultivado con eficiencia y virtuosismo un proceso de legitimación centrado en el altruismo -lo que les ha pasado a los de antes y lo que les está pasando a los de ahora (a ellos), no le debe pasar a los que vienen-, y en una pedagogía en la que abunda la alegre simpatía de la juventud y la amabilidad del arte.
En la calle el movimiento estudiantil ha mantenido hasta ahora un austero equilibrio entre la voluntad y la representación, entre la fuerza de la masa y la de la palabra. El voluntarismo extremo picado por provocación interna o externa, ha sido contenido en los límites en que la simpatía del público lo tolera, el código penal lo exime y el código de policía lo contiene. Podríamos decir que el respeto a su legitimidad ha logrado mantener en sus cuarteles tanto a la impetuosa avalancha política de los que quieren todo, ya y de cualquier manera, como a la falange del gobierno que suele desalojar con violencia el lugar de los derechos.
Por supuesto que este equilibrio no disimula el innecesario agregado de la intolerancia agresiva o violenta vestida de reivindicación social que larva desde adentro la legitimidad lograda y alienta desde afuera la respuesta represiva.
La legitimidad acumulada le ha permitido al movimiento estudiantil avanzar de una manera inesperadamente eficiente en la negociación. Pero tal y como están puestas las cartas sobre la mesa hoy 4 de diciembre, este es uno de esos casos en que la mesa está parada en una cornisa, la luz que alumbra es de candil y los jugadores tiran restos. Hoy la negociación depende de un tris afortunado o desafortunado. Y después, los rojos alcoholes decembrinos de los que hablara el poeta Roca o los traídos de los reyes magos.
El gobierno ejecutivo tiene el gravísimo problema de que en el contexto de su débil gobernabilidad presupuestal y política ha dado lo suyo; si da más lo da a plazos y aun así sabe que lo hace corriendo riesgos políticos con sus pares del sistema. Tiene a su favor el hecho de que aunque esté débil no lo está el sistema político que congrega otras fuerzas y el peso de la institucionalidad; y, además, puede hacer ventaja de su fallida reforma tributaria porque le sirve como justificación de austeridad y redefinición de prioridades en la inversión social, poniendo límites de viabilidad a lo negociado hasta ahora.
El movimiento estudiantil, que ha sido históricamente más tentado por la idea del mundo como voluntad y por expectativas más ambiciosas, corre el riesgo de que en el frenesí de su dinamismo confíe demasiado en su fuerza centrífuga convirtiéndola en debilidad. Su justificada desconfianza en los gobiernos del estado paraliza una negociación sobre planos. Pero no debería parecerle nada desdeñable el hecho de que hoy tiene en su haber unos acuerdos relativamente exitosos aunque lejos del querer total, una posibilidad de negociar plazos con refrendación asegurada y una legitimidad acumulada que no es despreciable bolsa para su futuro político dentro y fuera de las universidades.