Con la presencia del presidente de Atlético Nacional, jugadores y cada una de las instituciones y personas que se unieron para brindar apoyo en la tragedia del avión que transportaba al Chapecoense, se recordó en el municipio de La Unión a las 71 víctimas y seis sobrevivientes de un momento que quedó marcado por siempre en la mente de dos países.
En la noche de este martes, cuando el reloj más cercano a usted anuncie las 10:15 p.m., habrán pasado 365 días desde el momento en que el vuelo 2933 de LaMia, proveniente de Santa Cruz de la Sierra en Bolivia, se estrelló contra un cerro negro donde quedó para siempre una cicatriz del fatídico curso del vuelo siniestrado una vez tocó tierra.
Desde entonces no hay día en el que Argemiro Vásquez no vea a lo lejos un avión sobrevolando los cielos del Oriente antioqueño y no lo asocie casi de forma ya mecánica con la tragedia que cobró la vida de 71 víctimas; jugadores, cuerpo técnico, periodistas y tripulantes del vuelo.
Don Argemiro fue uno de los primeros en atender el llamado de las autoridades para quienes estuvieran cerca y tuvieran camionetas que pudieran superar el terreno fangoso y llegar hasta la zona de la tragedia a rescatar sobrevivientes mientras las ambulancias superan los agrestes escollos del Cerro donde en una noche insoportablemente mala y oscura yacían fallecidos y sobrevivientes.
“Yo recuerdo que mientras empecé a subir el Cerro encaravanado con otras camionetas pensaba en la peor imagen posible que podría encontrarme. Pero lo que vi cuando llegué fue mucho, muchísimo peor de lo que imaginé durante ese tramo”, dijo Argemiro, camuflado entre la multitud que rindió homenaje a las víctimas y sobrevivientes en el primer año de la tragedia en pleno parque principal de La Unión en una mañana soleada en la cual se develó una placa con los 71 nombres de las almas que viajaron y los seis que se aferraron a la vida, en una segunda oportunidad.
Pero un nombre entre todos quedó y quedará marcado en la memoria de don Argemiro, uno al que todavía no logra desligar de la imagen de ese hombre que increíblemente lúcido aunque algo aturdido preguntaba por sus amigos y compañeros mientras en otra camioneta intentaban estabilizarlo para llevarlo al hospital.
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“Después supe que se llamaba Alan Ruschel, a ese muchacho se le veía un apego a la vida y sobre todo una preocupación por sus amigos en medio de semejante tragedia que eso me marcó por siempre”, dijo el ingeniero agrónomo de 54 años, hincha de Nacional y confeso hombre de rituales, por lo cual asegura que esta noche a esa hora exacta, desde su casa cerca al pueblo rodeado del habitual silencio de campo, encenderá algunas velas, hará una oración con su señora y leerá algunos poemas que siempre le aplacan el alma. Límites de Borges puede ser uno de ellos.
Ahí también entre el público estaban los hombres y mujeres pertenecientes al Comando Cinco de la Fuerza Aérea que desde él trabajaron sin descanso durante cuatro horas y 48 minutos desde el mismo momento en que recibieron el llamado.
Atentos y conmovidos ante las palabras de su mayor, Jairo Orlando Orjuela, recrearon nuevamente esas horas difíciles que marcaron sus carreras militares y sus vidas.
“El impacto visual que generó sobre nuestros hombres la imagen del desastre llenó de sentimiento sus corazones en un sentimiento imposible de ocultar que se manifestó en cada lágrima de sus ojos, sintiendo esa tragedia como suya. Caballeros del aire acostumbrados a vivir la inclemencia de la guerra estaban doblegados ante esta situación y guardaban un silencio infinito”, narró el mayor.
Las flores llovieron desde dos helicópteros de la Fuerza Aérea y minutos después Felipe Aguilar, Rodin Quiñones y Raúl Loaiza, futbolistas y representantes de Atlético Nacional en el homenaje, firmaron la camiseta que estará conservada en una cápsula del tiempo durante 40 años junto con los mensajes de hombres y mujeres que aportaron su voluntad, sus recursos y sus oraciones para ayudar a superar una tragedia que en este aniversario se renueva una vez como un acto de altísima humanidad, que devolvió un poco la fe perdida entre la indolencia que rodea a diario y permea la cotidianidad.
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Mediante una carta, el alcalde Federico Gutiérrez anunció que desde este miércoles estará expuesto al público un mural al interior del Atanasio Girardot que inmortaliza la unión de dos pueblos: Medellín y Chapecó. Una unión que sacó lo mejor de una ciudad, que al igual que la tierra de esos hombres fallecidos, sintió la muerte de cada una de esas 71 personas como propia.
Medellín está en la víspera de un nuevo primero de diciembre. Hace un año, esa ciudad acelerada, tantas veces indolente e inmune al dolor, demostró que con la muerte de cada hombre muere un poco de los que quedamos vivos. Pero también es una oportunidad de crecer. De darle vida a la vida. Esa medianoche del 30 de noviembre que por años se llenó del ruido de la pólvora y el humo grotesco de las detonaciones, guardó silencio, se detuvo a pensar por un instante, y ese fue mejor homenaje que cualquiera.
Pueda ser la oportunidad nuevamente para crecer como ciudad y como individuos, como dijo el presidente de Nacional Andrés Botero previo al homenaje: “Si un evento que mueve los cimientos de la vida como lo hizo la tragedia del Chapecoense, no nos sirve para unirnos y sacar lo mejor de nosotros, entonces ¿qué lo puede hacer?”.