Dos potencias relativas, digo, Perú y Chile, se enfrentaron a un país débil, sin capacidad ofensiva ni defensiva, con un Estado y un ejército apenas embrionarios.
La llamada Guerra del Pacífico fue una de las contiendas más desiguales que recuerda la historia: dos potencias militares relativas, para su época, con ejércitos reconocidos por su dotación, su brío y su esmerada formación en la tradición prusiana (la misma que le permitió a Bismark ganar la guerra franco-prusiana de 1872, ocupando toda Francia, con un ímpetu insospechado) dos potencias relativas, digo, Perú y Chile, se enfrentaron a un país débil, sin capacidad ofensiva ni defensiva, con un Estado y un ejército apenas embrionarios.
En esa guerra perdida lo grave para Bolivia fue que hubo de entregar la estrecha costa que tenía en el Pacífico, a modo de reparación por haber osado enfrentarse a vecinos más fuertes. El castigo a todas luces fue desproporcionado: quitarle la salida al mar a un pueblo que la ha tenido siempre es condenarlo al aislamiento y estancamiento perpetuos. Convertirlo en un erial. Desde 1903 toda Latinoamérica esperó que en un acto de sindéresis y simple ecuanimidad esos vecinos arrogantes, que así mostraban la misma propensión a expandirse que su modelo Prusia, no demorarían en devolverle a la nación despojada si no toda al menos parte de su playa ancestral, la suficiente para poder asomarse al océano, exportar e importar productos como cualquier país normal. Pero ni a eso se avinieron los agalludos colindantes. De ellos poco cabía esperar, dada su inclinación a ensancharse, más fruto de la vanidad y la vana ostentación que del músculo y arrojo. Tal proclividad malsana volvería a manifestarse en episodios que no se olvidan, como cuando Perú en 1932 invadió a Colombia para apoderarse del Trapecio Amazónico, cosa que en alguna medida acabó logrando en el armisticio pactado tras una guerra fugaz pero costosa para nosotros, en la que, por lo demás, pudimos conocerle a los peruanos sus mañas y apetito, del cual Ecuador también fue víctima en su momento. En cuanto a Chile, bástenos saber que es el único lugar de América en cuyos desfiles castrenses se practica el “paso de ganso” propio de los ejércitos alemanes, lo cual de por sí ya es una señal tan elocuente como inquietante.
Ante diversas instancias internacionales en el curso de varias décadas Bolivia ha insistido en que se le devuelva un territorio que históricamente le pertenece, y que le es vital para salir del encierro a que la sometieron. Tales instancias no se pronunciaron nunca, para no malquistarse con la contraparte, dos países de cierto peso en el subcontinente. Además en tales casos es difícil ganarse el apoyo de alguien, si ello implica recortar o ensanchar la soberanía de una o unas naciones contra otra. Hoy en día ninguna nación se compromete a tanto, ni aun obrando como juez. En vista entonces de tanto desamparo Bolivia recurrió a la Corte Internacional de Justicia en La Haya, donde, entiendo yo, se le abrió alguna perspectiva gracias a que cambió su pretensión: ya no pidió territorio sino que la Corte se limitara a llamar los dos litigantes a negociar la salida al mar para Bolivia, así fuera parte de la que perdió en el malhadado tratado de 1903. La demanda, así atemperada, resultaba razonable por lo moderada. Tanto que en un principio el mundo creyó que La Haya accedería a ello. Pero vino la sorpresa de hace unas semanas: el fallo salió al revés de lo que se esperaba, y de lo que dictan la justicia, la equidad, el sentido común y algunos precedentes o escasa jurisprudencia que en casos similares había sentado el alto tribunal. Se deniega de plano la pretensión boliviana y se exhorta apenas a que, si ambas partes se avienen, busquen un acuerdo. O sea todo lo que conviene a Chile, pues de hecho se ratifica su soberanía sobre la franja en disputa. ¿Qué ocurrió para que se diera esa decisión que casi nadie esperaba? Pues que al presidente Evo, fiel a Maduro a veces hasta el servilismo, le dio desde hace años por explotar la muy probable sentencia favorable como bandera electoral, en busca de su cuarta reelección, manipulada como las anteriores al mejor estilo chavista. Mal podían los jueces internacionales prestarse a ello, y entonces optaron por la neutralidad. ¿De quién es la culpa? Pues de un gobernante algo torpe y despalomado, aunque en su favor hay que decir que todavía no tanto como su actual mentor venezolano. Concluyamos: la sentencia fue contra Evo, no contra Bolivia.