Don Tomás anticipa en intemporal metáfora la encrucijada ética en la que se enredó ciento treinta años después el otro Carrasquilla.
Como mi imaginación es anacrónica, no pude resistirme evocar al San Antoñito de Don Tomás Carrasquilla cuando atendía el debate sobre el milagro del acueducto que en lugar de agua transporta plata, es decir, el bonoducto que resultó ser una criatura gestada “in vitro” por otro Carrasquilla, actual Ministro de Hacienda, consueta de legislación económica y también hombre de letras si bien de las de cambio. Don Tomás Carrasquilla, pródigo y exquisito escritor de sabia, ingeniosa y amenísima literatura, como puede probarse a modo de endulzada en la lectura del mentado San Antoñito, uno de sus sublimes cuentos, anticipa en intemporal metáfora la encrucijada ética en la que se enredó ciento treinta años después el otro Carrasquilla.
Cuenta en el cuento Don Tomás que Aguedita Paz, mujer de mil jesuses, camándula de semillas de chocho y seguros tres rosarios en el día, amén de los ocasionales, descubrió en Damiancito Rada la veta de la santidad; que desde niño vio en él no un “curita de misa y olla, sino un doctor de la Iglesia, mitrado cuando menos, que en tiempos no muy lejanos había de refulgir cual astro de sabiduría y santidad, para honra y glorificación de Dios”; que contagió de este presagio a muchas buenas e igualmente pías comadres de sacristía que vieron en Damiancito la semilla de un nuevo Santo Tomás, pero más santo y más sabio por haber nacido en Antioquia, cantera de sotana y marmaja, y no en los mustios collados de Aquitania donde queda el castillo de Roccasseca en el que vio la luz de vida el Doctor Angélico.
Así las cosas, la santidad de Damiancito estaba asegurada porque, según las devotas comadres que comulgaban con Aguedita, “ayunaba témporas y cuaresmas antes que su Santa Madre Iglesia se lo ordenase,…; y no así, atracándose con el mediodía y comiendo a cada rato como se estila hogaño, sino con una frugalidad eminentemente franciscana; y se dieron veces en que el ayuno fuera al traspaso cerrado. El curita de Aguedita se iba por esas mangas en busca de las soledades, para hablar con su Dios y echarle unos párrafos de "Imitación de Cristo", obra que a estas andanzas y aislamientos siempre llevaba consigo. Unas leñadoras contaban haberle visto metido entre una barranca, arrodillado y compungido, dándose golpes de pecho con una mano de moler. Quién aseguraba que en un paraje muy remoto y umbrío había hecho una cruz de sauce y que en ella se crucificaba horas enteras a cuero pelado; y nadie lo dudaba, pues Damián volvía siempre ojeroso, macilento, de los éxtasis y crucifixiones. En fin, que Damiancito vino a ser el santo de la parroquia, el pararrayos que libraba a tanta gente mala de las cóleras divinas. A las señoras limosneras se les hizo preciso que su óbolo pasara por las manos de Damián, y todas a una le pedían que las metiese en parte en sus santas oraciones. …. ¡Si hasta en el caminado se le ve la santidad!". O, para decirlo en términos más actuales, a Damiancito se le olía lo probo. Y como su destino no podría ser otro que el del santoral, las buenas damas anticiparon su santidad y lo rebautizaron como San Antoñito tratando de abreviar los sinuosos protocolos de la iglesia.
Pero no solo eso. Doña Águeda, asaz emprendedora, descubrió que además de la santidad tenía una sobrenatural habilidad para el bordado. Adiestrado por Aguedita en tejidos de red y de “crochet”, resultó tan inteligente el discípulo que “al cabo de pocos meses puso en cantarilla (rifa) un ropón con muchas ramazones y arabescos que eran un primor, labrado por las delicadas manos de Damián”, producido del cual fueron “catorce pesos, billete sobre billete”. Y “Tras ésta vino otra, y luego la tercera, las cuales le produjeron obra de tres cóndores. Tales ganancias abriéronle a Aguedita tamaña agalla. Fuese al cura y le pidió permiso para hacer un bazar a beneficio de Damián. Concedióselo el párroco, y armada de tal concesión y de su mucha elocuencia y seducciones, encontró apoyo en todo el señorío del pueblo. El éxito fue un sueño que casi trastornó a la buena señora, con ser que era muy cuerda: ¡sesenta y tres pesos!”.
Con esos dos prestigios y recomendaciones, el de la santidad y el de la capacidad de hacer plata con la filigrana y el encaje, sacaron a Damiancito de la parroquia para acelerar su ascenso al solio eclesial y lo mandaron al ambiente citadino, donde fue bondadosamente asilado por otras comadres, tan convencidas y bien intencionadas como Dona Águeda, para que pudiera asistir al seminario vocacional.
Pero el velo de la fe y del propio convencimiento, impidió que las benevolentes vieran que el mundo, el demonio, la carne y el billete incitaban al preconcebido santo a la concupiscencia, levantando lo que la sotana aprieta y soltando lo que la pretina de la moral amarra con vergüenzas.
La tentación tembló ante la carne. En el mismo hospicio benefactor vivía a la sazón Candelaria a la que ni siquiera por curiosidad alzaba a ver Damiancito según la beatífica ceguera de las madrinas. Era ella “una muchacha criada por las señoras en mucho recato, señorío y temor de Dios. Sin sacarla de su esfera y condición mimábanla cual a propia hija; y como no era mal parecida y en casas como aquélla nunca faltan asechanzas, las señoras, si bien miraban a la chica como un vergel cerrado, no la perdían de vista ni un instante”. Lo que no calcularon las señoras es que ante el autoritario llamado de la carne, los rincones y los recovecos hacen de mullido y sigiloso tálamo.
Y la austeridad tembló ante la ambición. El éxito comercial subió a mayores. Sabida Doña Pacha, una de las nuevas benefactoras, de las “habilidades del pupilo como franjista y tejedor púsolo a la obra, y pronto varias señoras ricas y encopetadas le encargaron antimacasares y cubiertas de muebles. Corrida la noticia por las "réclames" de Fulgencia se le pidió un cubrecama para una novia... ¡Oh! ¡En aquello sí vieron las señoras los dedos de un ángel! Sobre aquella red sutil e inmaculada, cual telaraña de la gloria, albeaban con sus pétalos ideales manojos de azucenas, y volaban como almas de vírgenes unas mariposas aseñoradas, de una gravedad coqueta y desconocida. No tuvo que intervenir la lavandera: de los dedos milagrosos salió aquel lampo de pureza a velar el lecho de la desposada”.
Embebidas como estaban Aguedita y las piadosas comadres que la acompañaban en esa empresa de ungir a Damiancito Rada como San Antoñito, se dieron cuenta muy tarde de que el espirituoso aroma del incienso apenas esfumaba su naturaleza azufrada. Atragantadas de Te Deums y Magníficats, hechas una acción de gracias y obsesionadas por hacerse ellas mismas de un palco de honor en el cielo, como las describía Don Tomás, creyeron siempre que Damián asistía con regular disciplina al seminario y que allí demostraba lo que de él se creía para gloria de Dios y para orgullo propio.
Pero no. Para desgracia llegó el chisme. Se supo que salía de casa pero no iba al seminario. Ni el Rector, ni el Vicerrector, ni los Pasantes, ni los Profesores del seminario lo habían visto más que algunas veces al principio. “El portero, cuando oyó las averiguaciones, contó que ese muchacho estaba entregado a la vagamundería. Por ai dizque lo ha visto en malos pasos. Según cuentas, hasta donde los protestantes dizque ha estado...”.
En fin, se derrumbó la gracia y se desfondó el cielo. Para colmo, en medio de la atribulación, “por la noche llaman a Candelaria al rezo y no responde; búscanla y no aparece; corren a su cuarto, hallan abierto y vacío el baúl... Todo lo entienden.
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“A la mañana siguiente, cuando Fulgencita arreglaba el cuarto del malvado, encontró una alpargata inmunda de las que él usaba; y al recogerla cayó de sus ojos, como el perdón divino sobre el crimen, una lágrima nítida, diáfana, entrañable”.