Rosario aprisionó sus afectos en una muralla de piedra; tal vez por convencimiento o por disposición irrevocable del destino, tenía que vivir su papel de musa
Manuel Acuña
En el estado de Coahuila (México), Manuel Acuña vio la luz en 1849. Al trasladarse a la capital mexicana para continuar sus estudios, sintió angustia, y un presentimiento lo acorraló. Escribió un poema de despedida a su hogar; poema que termina con una involuntaria alusión a su prematura muerte:
¡Quién sabe si mis ojos
No volverán a verte! …
¡Quién sabe si hoy te envío
El adiós de la muerte!
Ya en la capital, a la vez que hacía sus estudios de medicina, se dedicó al cultivo de la poesía. Escribió su drama, El Pasado, representado solamente dos años después; el público lo acogió con entusiasmo; pero, este éxito fue tardío para el poeta amargado por la muerte de su padre; su soledad y tristeza lo volvieron aún más retraído y pesaroso.
Manuel Acuña
Cuando el amor tocó a las puertas de su corazón, y Acuña, que era un ser sensible, enamorado y ardiente, fue arrebatado por una pasión alimentada por su juventud y romanticismo de poeta, y la belleza de la mujer amada. Pero, ella, Rosario, lo rechazó violentamente, y el desdén y la frialdad fueron las respuestas a las demostraciones de amor, e hicieron que el sentimiento del poeta se convirtiera en un verdadero delirio; y no pudiendo dominar los impulsos de esa pasión, decidió quitarse la vida (1873) cuando solo tenía veinticuatro años de edad y cursaba su cuarto año de medicina.
La gloria del poeta Manuel Acuña convirtió a Rosario en la heroína de un romance; es su poema Nocturno a Rosario:
¡Pues, bien! Yo necesito
Decirte que te adoro,
Decirte que te quiero
Con todo el corazón;
……………………………………
Yo quiero que tú sepas
Que ya hace muchos días
Estoy enfermo y pálido
de tanto no dormir;
que ya se han muerto todas
las esperanzas mías;
que están mis noches negras,
tan negras y sombrías;
que ya no sé ni dónde
se alzaba el porvenir.
……………………………….
Acuña muestra su personalidad de poeta en poemas como: El hombre; Ante un cadáver, La ramera, Lágrimas; Entonces; Hoy, en los que evoca sus recuerdos de hogar, con un corazón desbordante de ternura y cariño por.
Sus poemas de amor son hondos y sentimentales, y en ellos campea siempre una nube de tristeza, porque Manuel Acuña fue el romántico desligado de la realidad vertido en sí mismo y ajeno al rumor de la vida que pasaba a su lado, como principio eterno de fe y de optimismo.
Otros amores igualmente imposibles
El trágico final del poeta Manuel Acuña inmortalizó el nombre de Rosario, la mujer que encendió locuras de amor impaciente.
Ella fue el amor imposible de muchos hombres; su primer gran amor tuvo un fin trágico: Juan Espinosa fue atravesado por la espada de un su amigo; un trozo de la ensangrentada camisa la guardó Rosario en una cajita de sándalo, y en el olvido, sepultó el amor que le tenía.
Después, Ignacio Ramírez, el “Nigromante”, viudo y un tanto viejo, a quien Rosario ve sin la sombra del tiempo, nimbado por la inteligencia y por el numen. En los ojos profundos de este hombre, en su docta palabra y en su poesía vibrante, Rosario ama solo el talento; cuando él busca los dones del amor y es rechazado, se da cuenta de que ya es tarde y que no ha de conseguir de Rosario lo que pretende, justifica su desgracia y escribe:
Al inerme león, el asno humilla,
vuélveme, Amor, mi juventud, y luego
tú mismo a mis rivales acaudilla.
El poeta Ramírez, en contraste con Acuña, logra alcanzar una vejez sin esperanza y sin cariño; y, al final, se despide del mundo sin violencias, con serenidad en el rostro y en el alma. Rosario lo olvidó muy pronto….
El nuevo enamorado es el poeta Manuel María Flórez, quien en la misma noche en que la conoce, ya está escribiéndole: “Perdóneme usted, pero esta noche no puedo hacer versos, no puedo escribir… Tengo el alma tan llena de usted, Rosario… tan llena de ti, rosa del cielo, que no puedo ni siquiera pensar. Pensar, para mí, no es más que contemplar tu imagen… está en adoración todo mi espíritu… Si el pensamiento fueran los labios, estarías, Rosario, envuelta en un beso eterno”.
Este poeta que siempre había sido amado por tantas mujeres sorprendió a Rosario: de repente se había tropezado con el hombre completo, adecuado a lo que su espíritu pedía. Su ambición de mujer siempre aspiró a la conquista de un ser que la satisficiera plenamente.
Era una mujer lo bastante inteligente para haber pasado sobre lo físico, si el espíritu que la atrajera hubiera bastado; pero, en el espíritu solo había encontrado también trozos.
Ella creía que lo que sentía por su nuevo enamorado, era de verdad el amor; pero el amor es algo más complicado: cuando los sueños se derrumbaron, la realidad le negó lo que buscaba.
Ni Manuel Acuña, un sentimental, una sensibilidad exagerada, la satisfizo; menos aún Ignacio Ramírez, su provecto enamorado, un cerebro potente, de firme inteligencia, pero a quien le faltaba sentimiento, tal como ella lo deseaba.
Ahora llega Manuel María Flórez, el hombre que se prende a la epidermis, que se pierde entre besos y suspiros; él es el aspecto del espíritu más cercano al cuerpo, y tal vez, por esto, Rosario lo aceptó.
Pasa el tiempo y Flórez muere ciego y en la ruina, y ella siente que este tampoco fue el hombre que ella deseaba; así, este poeta sensual es una página más en la historia de Rosario.
Otro hombre arrogante y cuyos ojos queman, su contacto estremece y su voz acaricia; viene de una isla romántica preñada de sol y de palmeras, es el inmortal poeta José Martí. Viene a buscar en México comprensión para luchar con la pluma, mientras suena la hora de hacerlo con el fusil, y este hombre vigoroso y ardiente, encuentra a Rosario. Ella lo conquista con el fulgor de su sonrisa y ya, a los pocos días, Martí está escribiendo cartas apasionadas; solo tiene alma para amar a Rosario.
José Martí
Y, Rosario, inaccesible siempre, es para este otro enamorado alegría en la frase, pero nieve en el corazón, pues no es mujer para entregarse a un idilio apacible o turbulento; se empeña en conturbar y sojuzgar a Martí, quien siente en su corazón desatadas todas las pasiones: odia, desprecia, pero solo consigue amarla cada vez con mayor locura. Sus cartas a Rosario son apasionadas: “A nadie perdoné yo nunca lo que perdono a usted; a nadie he querido tanto… Yo soy excesivamente pobre, pero rico en vigor y afán de amar”.
Rosario es impasible…; poco después, Martí se va a luchar y a morir por la libertad de su patria, Cuba; lleva en el corazón un desengaño de amores, y repite aquellos versos que una vez escribiera en el álbum de Rosario:
En ti pensaba yo, y en tus cabellos
que el mundo de la sombra envidiaría,
y puse un punto de mi vida en ellos
y quise yo soñar que tú eras mía.
Al marcharse Martí, Rosario no sufre ninguna pena; se había acostumbrado a ser la musa de grandes hombres, de inspirados poetas.
Cuando Martí murió, ella solo recuerda algunos apartes de sus cartas: “Yo no sé con cuanta alegría repito yo muchas veces este dulce nombre de Rosario. Un amor tempestuoso quema. Un amor impresionable pasa”. Y, sobre todo, aquella carta en que Martí le hablara de los anhelos de una mezcla sólida de espíritus y de una unión perfecta de cuerpos:
“Las almas se avecinan, las vidas se habitúan…”. “Anhelo yo esto con esta brusca decisión y esta altiva energía que amo yo como la parte más noble de mi ser. Que amé, no ha sido. Que quise amar, fue cierto. Que amo hoy, lo espero. Que me aman, es verdad. No de otra manera soy, Rosario, cambio de todos los pensamientos, súplicas de todos los temores, confidencias de todas las ideas, y yo en todas mis rebeldías y ansiedades ante usted, y usted en todas sus dudas y todas sus esperanzas ante mí. Pero abierta, completa, plenamente, como conviene a la rara pureza de este afecto y a la dignidad y poder de la inteligencia que ayudó a despertarlo en mí”.
Pasan para Rosario muchos años, y un día encuentra a un joven bohemio, cuyos ojos la miran con deleite, pero este enamorado ha llegado tarde, es el gran poeta Luis Gonzaga Urbina, y cuando Rosario asume su actitud de indiferencia, él escribe, convencido ya de su mala fortuna:
Tú no puedes quererme, el alma sabe
que ya en tu inmenso corazón no cabe
otra nueva pasión, ni otra tristeza…
Y termina con la voz implorante de su anhelo que se estrella en la indiferencia de Rosario:
Mas déjame a tu lado, me fascinas;
me haces soñar, me elevas y me asombras,
seré un rayo de luz en tus neblinas,
seré un festón de hiedra entre tus ruinas,
seré un lucero pálido en tus sombras.
Urbina tiene entonces veintidós años, Rosario, cuarenta y tres. Ella sonríe, pero no corresponde a la pasión del joven; él insiste, ruega, suplica. Su estro luminoso vibra ante la inconmovible Rosario, como un mensaje sin respuesta.
Este poeta tampoco fue correspondido, como no lo fueron ni antes ni después, otros. Todos creyeron conquistarla, pero ninguno la alcanzó. Rosario aprisionó sus afectos en una muralla de piedra; tal vez por convencimiento o por disposición irrevocable del destino, tenía que vivir su papel de musa; quizás ella hubiera querido vivir su papel de mujer.
Pasa el tiempo, y los amigos se alejan; ya no se escuchan los apasionados cantos; suena al fin, su hora, y una tarde gris, se pierde en la distancia una carroza fúnebre.
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