Un hombre flaco, con camiseta de color indefinido, quizá naranja, sin letreros, y cachucha azul oscura que lo protege del sol y apenas deja ver sus ojos, arma y desarma rompecabezas de dos piezas
La mañana del “rompecabezas” amaneció antes de la hora. Era martes y como siempre los martes bajo al centro en busca de nada. Es bien sabido que las cosas, las personas y los encuentros se dan aunque no se busquen. Junín con la Playa la esquina más puntual del centro de Medellín poco antes de las once de la mañana es un hervidero, gente que va, que viene, que interrumpe el paso de unos y otros; vendedores de flores, de lotería, de cachivaches, de chicles y cigarrillos al menudeo, de minutos de celular; repartidores de volantes que anuncian masajes gratis con fotografías de mujeres en poses seductoras pero mal impresas o que invitan a tentar la suerte en el templo de algún adivino o adivina a la vuelta de la esquina. En medio, mejor, en los costados de las aceras los vendedores de agáchese con la mercancía extendida en el piso, sobre telas o vitrinas inventadas, promueven sus productos a viva voz. El cruce de Junín, peatonal, con La Playa abierta al tráfico, tiene algo de rompecabezas al que faltan o sobran, piezas. Entre los vendedores, un hombre flaco, con camiseta de color indefinido, quizá naranja, sin letreros, y cachucha azul oscura que lo protege del sol y apenas deja ver sus ojos, arma y desarma rompecabezas de dos piezas, en alambre o clavos retorcidos, que pliega, ensambla y anuda allí mismo. Todos se arman y se desarman, hay que saber hacerlo, claro, y él es un experto. Una veintena de piezas con formas de corazones, arcos, enlaces, círculos, flechas, exhibe sobre una tela pegada al piso con ladrillos en las puntas. El hombre hace su trabajo en silencio, no anuncia su mercancía, se concentra en crear los ensambles y vigilar por debajo de la visera el interés de los pasantes. Si alguien pregunta, responde con pocas palabras pero prefiere desarmar y rearmar los rompecabezas en exhibición como una manera, prueba irrefutable, de que todos funcionan a la perfección. Me detuve a su lado, miré cómo hacía su trabajo, cuando intenté desarmar alguno de los rompecabezas en exhibición, no logré hacerlo; al tercero o cuarto intento, el hombre, que seguramente me había vigilado desde debajo de la visera de su cachucha, dijo: es muy fácil, mire… con agilidad sacó el corazón del arco donde estaba enlazado, separó las dos piezas para demostrar la independencia de cada una, y sin otra explicación las reenlazó. Con una posible sonrisa convertida en reto me entregó el corazón y el arco ensartados en alambre grueso. Compré los rompecabezas que tenía en exhibición, unos doce o quince, y me los llevé a casa con la idea de aprender a armarlos y desarmarlos para volver a demostrarle mis habilidades. Nunca lo intenté. Los guardé tan bien guardados que los perdí de vista. Como las cosas aparecen y desaparecen sin avisar, hace pocos días los reencontré, recordé aquella mañana de martes y no intenté desarmar ninguno, era inútil…