Mientras las y los empleadores están llenos de preguntas sobre cómo cumplirles los derechos a las trabajadoras domésticas, ellas y sus bolsillos siguen vacíos o pobres
Hasta los 27 todo el mundo me llamaba por mi nombre de pila; cuando me estrené como comunicadora, los que ganaban menos que yo lo remplazaban con el colonialista “doctora”. Luego me casé, y cuando contratamos una empleada doméstica, por arte del cura me convertí en “doña” Andrea.
Desde entonces, y hasta hace poco, seguí la tradición que ordena que como jefa merecía una denominación que me diferenciara de la subordinada. Como “patrona” está en desuso, “doctora, señora o doña” son las credenciales que más tranquilas dejan hoy a las empleadoras de una casa, y en la mía el “doña” nos parecía perfecto.
La historia latinoamericana, desde la Conquista, está marcada por “dones y doñas”. Los monarcas españoles y sus descendientes han legislado sobre estos. Con tales motes los gobernantes premiaban ciudadanos por los favores recibidos, o aumentaban sus arcas vendiendo su uso a quienes no lo merecían pero lo podían pagar. Recuerdo una clase de literatura en la que nos explicaban la sorpresa de Sancho cuando Alonso Quijano decide apodarse, sin méritos, don Quijote de la Mancha. Hasta aquí, parte sin novedad de nuestra graciosa aristocracia.
Sabemos por la sociología, la lingüística y el sentido común, que estas denominaciones, títulos nobiliarios, encabezados, calificativos, dignidades, credenciales son un conjunto de normas sociales para regularnos. Y regular implica mantener a cada cual en el sitio de donde proviene, en la regla, evitar los excesos, cortar la movilidad social (o “las igualadas”) y, en el mejor de los casos, disminuir la posibilidad de conflictos. Por esto, las regulaciones les sirven a las instituciones, a la tradición y, generalmente, a los más privilegiados; en las casas, las empleadoras.
¿Cuando a la empleadora de una casa se le debe decir “doña” por respeto, queda irrespetada la empleada al llamarla por su nombre o con algún apodo? ¿Qué pasa con las empleadas domésticas que tienen más edad que la empleadora? ¿Por urbanidad no deberíamos profesar respeto a los mayores?
Otra usanza parecida es el “doñita”, eufemismo para endulzar artificialmente el poder jerárquico de otra persona sobre quien lo pronuncia.
En justicia, mal haría en desconocer hogares en los que empleada y empleadora se llaman “doña”, como gesto de igualdad = respeto. Alabadas las personas justas. Y en la misma línea funciona también el “doña” cuando no se sabe el nombre de alguien.
Es justo decir también que en Colombia hemos evolucionado en la conciencia sobre los derechos de las trabajadoras domésticas. Hoy lo más frecuente es que el tema se aborde con preguntas como cuánto hay que pagarles, a qué se deben afiliar, y otras tantas inquietudes que indican que ya pensamos en ellas en clave de derechos.
No obstante, mientras las y los empleadores están llenos de preguntas sobre cómo cumplirles los derechos a las trabajadoras domésticas, ellas y sus bolsillos siguen vacíos o pobres. La afiliación a pensión está estancada en un 18%, al 99% no les pagan horas extras, solo el 39% está en el régimen contributivo de salud y el 61% gana menos de un salario mínimo, para dar algunas cifras recientes.
En mi caso, en mi casa, luego de revisar las condiciones laborales de la trabajadora doméstica, hace poco sentí que no tenía sentido perpetuar un símbolo que me pone por encima de ella. Tampoco vi lógico agregarle el “doña” a alguien que convive conmigo en la intimidad de mi hogar, y trabaja lidiando mis gustos, manías y amores. Por esto, aunque no ha sido fácil implementarlo, le he pedido a la empleada doméstica: “por respeto, quíteme el doña”.