Claro que el conocimiento del manejo de una ciudad tiene que partir de la cabeza de la administración, y debe ir acompañado de verdaderas ganas de mejorar y, sobre todo, del valor suficiente para enfrentar la ilegalidad.
Las obras públicas, como todas las acciones de quienes administran la cosa pública, deben obedecer a una necesidad histórica o a un propósito determinado. No son suficientes el hierro y el concreto para la reactivación de un sector de la ciudad, pues para ello se requiere un plan que integre las aspiraciones de convertirlo en corredores cuya actividad económica atraiga nuevas inversiones y proteja las que ya se asienten allí. De ahí la necesidad de fijar metas y tiempos para lograrlas, invirtiendo, no gastando, recursos debidamente dirigidos por quienes saben del asunto, por verdaderos urbanistas y economistas visionarios.
Claro que el conocimiento del manejo de una ciudad tiene que partir de la cabeza de la administración, y debe ir acompañado de verdaderas ganas de mejorar y, sobre todo, del valor suficiente para enfrentar la ilegalidad que promueve disturbios ante el primer intento de liberar el espacio público. Algo hay que lleva a los alcaldes a omisiones con las que se está legalizando lo ilegal, concediendo permisos imposibles de concebir en una ciudad en la que no debe haber intereses distintos de poder brindarle a la ciudadanía la posibilidad de disfrutar del espacio público. Lo del deber antes que vida, hace tiempos que no se usa.
Nuestro centro se ha ido desocupando de los establecimientos que más que negocios eran la prestación del servicio de alimentación del espíritu, como lo son las librerías y los almacenes de discos. Ciertamente hay una innegable tendencia a la sustitución de libros por tabletas y a la de la literatura por libros de contabilidad. Pero lo que nos está ocurriendo aquí tiene un claro ejemplo de desidia y cobardía de las autoridades que consuetudinariamente han permitido no solamente la invasión del espacio público, sino que crezca exponencialmente la actividad de la piratería y el tráfico de material pornográfico a la vista de todo el mundo.
Frente a la puerta del perdón de la iglesia de la Candelaria, en el estribo oriental de la calle Boyacá, agoniza la última de las grandes librerías que hicieron famoso el centro de Medellín. No se pueden vender libros si en la propia acera se permite la oferta de ediciones piratas con cuyos precios no se puede competir; las personas ya no transitan por el pasaje otrora culto, por no encontrarse con la exhibición de la más grande oferta de pornografía de todas las tenencias, de perfumería falsificada, de venenos para ratas y hasta pequeñas ferreterías, que se apoderaron de la calle, para que campee la informalidad y el hampa.
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Hubo quien como alcalde hizo pequeños centros comerciales para albergara a los vendedores ambulantes, paro fue un fracaso; otro remodeló gran parte de la carrera Carabobo, pero se ensanchó el Hueco. Ahora vemos a los vendedores de correas agazapados en la carrera Sucre, como esperando que se termine la lenta remodelación de los andenes de la Playa. Veremos para quien será la obra que nos debe estar costando un ojo de la cara. El alcalde tiene su oportunidad de pasar a la historia como el que tuvo los pantalones suficientes para devolvernos el centro. Eso sería la muestra evidente de su cacareada lucha contra lo ilegal.
Las vacías noches de Medellín