Dentro de la algarabía legal, la pusilanimidad y la infiltración comunista, solamente pueden prosperar el clientelismo, la corrupción y el desorden.
La crisis de la postguerra francesa no podía ser peor: A la humillante derrota en junio de l940 había seguido la ocupación, acompañada de vergonzosa y abundante colaboración con el enemigo. Luego vino otra derrota en una guerra colonial en Indochina. Argelia se iba perdiendo. Decadencia económica y desorden social.
Se sucedían rutinariamente, cada cuatro, seis, ocho meses, gobiernos frágiles que respondían a cambiantes e inestables combinaciones parlamentarias. Prosperaba un intratable partido comunista, que oscilaba entre el 30 y el 40% de los votos.
De las instituciones surgidas en 1944, con la constitución de la IV República, no podía esperarse ninguna reforma eficaz para la recuperación del país. Al contrario, no solamente eran parte del problema, sino que lo mantenían y agravaban. La Carta era, entonces, irreformable.
Francia, afortunadamente, disponía de una reserva política, encarnada en el general Charles de Gaulle, retirado del poder el 20 de enero de 1946.
Después de una asonada en Argelia, el 13 de mayo de 1958, la situación se volvió insostenible y, contra la voluntad de los desacreditados partidos, el presidente tuvo que confiar la jefatura del gobierno al general.
El siguiente 3 de junio fue revestido de facultades para redactar una nueva Constitución. A continuación, De Gaulle escogió un pequeño grupo de especialistas, que redactaron una Constitución nueva y concisa, de bien articuladas normas.
El gobierno la presentó al electorado el 4 de septiembre de 1958. Luego fue aprobada mediante referéndum, por 17’668.790 votos por el Sí, contra 4’624.511 del No, promovido por todos los movimientos de extrema izquierda. La nueva Carta fue promulgada el 4 de octubre siguiente.
Gracias a esa Constitución, Francia pudo tener gobiernos estables y eficaces, se recuperó económicamente y volvió a ocupar un lugar destacado en el mundo.
La anterior es una gran lección para Colombia, porque el actual caos legislativo y político ha ocasionado total incapacidad para reformas de fondo a un Estado que hace agua por todas partes.
En esas condiciones, en el futuro, nada bueno podrá esperarse: a lo sumo, seguir tirando, tratando de esquivar lo peor, porque dentro de la algarabía legal, la pusilanimidad y la infiltración comunista, solamente pueden prosperar el clientelismo, la corrupción y el desorden.
El Congreso no tiene voluntad ni capacidad para realizar las reformas estructurales requeridas. Puede decirse que “ni raja ni presta el hacha”. Seguirá, pues, haciendo imposibles los cambios indispensables, porque puede también cerrar la conveniente solución plebiscitaria o referendaria. Muchos piensan, entonces, en una Constituyente, pero jamás de una asamblea de ese tipo, como la funesta de 1991, puede salir algo coherente, armónico y efectivo. Elegir a cien o doscientos manzanillos, amateurs y gárrulos, para establecer un Estado moderno y democrático, es como pedir peras al olmo.
El Congreso, como mula atravesada, seguirá impidiendo una solución como la gaulliana, hasta que la crisis exija una determinación política como la de Núñez, cuando decretó la muerte de la horrenda Constitución de 1863, acto salvador, que mantuvo la unidad de la patria y del cual arrancó un siglo de increíble progreso.
El derecho constitucional es asunto bien serio, aunque en Colombia basta con tener uso de razón para opinar sobre esos temas, y con un puñado de narcoterroristas se pueden hacer incontables daños.
La Constitución francesa de 1958 es ejemplar, precisamente porque fue redactada por expertos que dominaban el tema y estaban al servicio de una elevada voluntad política. ¿Hasta cuándo ambos factores seguirán faltando en Colombia?
Para cambiar en Perú un sistema judicial tan corrupto como el nuestro, el presidente Vizcarra está aplicando la lección anterior, doblegando un Congreso bastante parecido al colombiano (pero sin narcoterroristas), y sometiendo la reforma a la voluntad popular.
***
La terrible historia del secuestro de Laurent Saleh y su entrega a un gobierno criminal confirman la índole inmoral de Santos. El relato de Saleh se puede leer como apéndice de Archipiélago Gulag. Sin embargo, el joven prisionero, aislado en las horribles celdas de La Tumba y El Helicoide, no alcanzó a darse cuenta del permanente apoyo de Mujica a Maduro y de la complicidad de Pedro Sánchez con el régimen execrable imperante en el hermano país.