Regular la protesta social.

Autor: Alberto Morales Gutiérrez
22 julio de 2018 - 12:08 AM

Esa razón fue la imposibilidad de garantizar el avance de la sociedad sustentada sobre la base de la fe, de la autoridad, de la irracionalidad

Hay un cierto patetismo en todo esto que se deja ver del período presidencial que se nos vino encima. Es un patetismo que rebasa las particulares condiciones del elegido, cuya incapacidad es inocultable según se desprende de los análisis que circulan en las más importantes publicaciones del mundo.

Un patetismo que va más allá de la configuración del gabinete ministerial y la confirmación que se hace a través de los personajes seleccionados, de que no solo se gobernará al servicio de los intereses de unos pocos, sino que la corrupción y la ausencia de ética es un tema que les tiene sin cuidado.

Un patetismo que rebasa incluso la grosera manera como los grandes medios cohonestan con todo lo que entraña el desastre moral de este país.

Es un patetismo que tiene que ver con su incapacidad absoluta de entender el mundo, la historia de la humanidad, el inexorable movimiento del conocimiento, la vocación transformadora del universo.

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Hubo una razón para que desde el siglo XVII y gracias a los buenos oficios de un pensador de la dimensión de Renato Descartes y de inteligencias como las de Baruch Spinoza, John Locke, David Hume entre otros, la civilización ingresara triunfante en la era del racionalismo. Esa razón fue la imposibilidad de garantizar el avance de la sociedad sustentada sobre la base de la fe, de la autoridad, de la irracionalidad.

Parece difícil de creer, pero imagine usted un mundo en el que la única verdad posible es la verdad de Cristo. El imperio de una sola idea religiosa, de una sola interpretación de los hechos; un mundo que asume que la explicación de todo lo que existe se encuentra en las páginas de la Biblia.

En ese mundo, toda reflexión, todo acto, todo pensamiento que se aleje de esa verdad, todo gesto que no coincida con sus postulados es calificado de herejía y causal además de un castigo ejemplar. Un mundo en el que no se admite la duda sobre el origen divino de la autoridad y que parte de un supuesto escabroso: este es un valle de lágrimas, nuestra misión existencial es sufrir, pues el sufrimiento es lo único que garantiza nuestro ingreso triunfante al reino de los cielos y a la felicidad eterna.

Imagine usted un mundo en el que cualquiera otra cultura existente solo sea interpretable en la perspectiva de lo que usted a su vez considera pecado, y que con el objetivo de salvarla, usted decida emprender campañas guerreras para imponer su verdad a sangre y fuego. Esa   fue precisamente la lógica de las cruzadas.

Imagine usted un mundo en el que esta idea de Dios y de la verdad empiece a impregnarlo todo: las artes, las ciencias, la arquitectura, la vestimenta, la comida, las relaciones, el comportamiento.

Todo está concebido como un homenaje a Cristo y su verdad: el arte gótico, la arquitectura gótica con sus arcos ojivales, sus pináculos y sus elevadas agujas que pretenden tocar el cielo para entrar en contacto con el creador.

La alquimia, ese remedo de ciencia, que hace de la búsqueda de la piedra filosofal y del elixir de la eterna juventud su único propósito.

Un mundo en el que la intemperancia es ley y que cubre un largo período de la historia: el medioevo, que se prolonga desde el siglo V hasta el siglo XVI, y que por sus efectos devastadores en la civilización, ha recibido el muy certero nombre de «período del oscurantismo».

Vea: Una democracia de zoquetes e ignorantes

Ahí, en ese mundo, está instalado el nuevo régimen. Son incapaces de entender la revolución francesa, la Comuna de París, los Derechos del Hombre, la libertad, la legalidad, la fraternidad, la diferencia. Viven en otro tiempo, en otro mundo, con otros intereses…caminan en contra vía de la historia.

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