Recuperar el valor de la vida

Autor: Jorge Alberto Velásquez Betancur
6 marzo de 2020 - 12:00 AM

Aceptamos como normal que cada individuo tenga su propia verdad y que la vida para unos tenga un valor absoluto y para otros no valga nada.

Medellín

“Hemos sufrido tanto, que ya nada toca nuestro corazón”, parecen decir miles de personas ante el asesinato cotidiano que agobia al país.  

Si nos pusiéramos en la tarea de identificar los principales males de nuestra época, el desprecio por la vida humana ocuparía uno de los primeros lugares de la lista.

Por causas que es necesario investigar con profundidad, esta sociedad adoptó como postura dominante que tanto la verdad como los derechos y los valores sociales dependen de la opinión o las circunstancias de cada persona. De esta manera, aceptamos como normal que cada individuo tenga su propia verdad y que la vida para unos tenga un valor absoluto y para otros no valga nada.

Según esto, la vida humana ya no es un valor en sí misma, sino que depende de consideraciones subjetivas amarradas a marcos de referencia monetarios (valen más unos tenis o un teléfono celular que la vida de su portador), ideológicos (vale menos la vida de un líder social que la de un dirigente político), culturales (menosprecio hacia grupos vulnerados sistemáticamente como mujeres, negritudes, indígenas, comunidad LGTBI+, campesinos, personas con diferencias funcionales y un largo etcétera), sexuales (son las mujeres las culpables de la violación o de las  agresiones sexuales y no la cultura machista dominante).

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La larga historia colombiana de violencia, ejercida sistemáticamente desde la conquista, con el asesinato masivo de los indígenas pobladores de estas tierras; luego la esclavitud y las guerras civiles del siglo 19, la violencia política del siglo 20, la violencia guerrillera y paramilitar todavía presente, en fin, nos volvió indolentes ante la muerte.

Tanto es así, que el asesinato se convirtió en un instrumento de acción política para impedir que un dirigente o un candidato acceda a un puesto público o a un escenario de poder. Antonio José de Sucre fue víctima de un crimen político, perpetrado el 4 de junio de 1830. Desde entonces, la pregunta de ¿Quién mató a Sucre? ha llenado miles y miles de páginas. Lo mismo podría decirse de las preguntas ¿Quién mató a Uribe Uribe?, ¿Quién mató a Jorge Eliécer Gaitán?, ¿Quién mató a Luis Carlos Galán? Con estos antecedentes, los crímenes políticos “se normalizaron” y en los años ochenta y noventa asistimos al asesinato de tres candidatos presidenciales más y la lista la continuaron ministros, magistrados, jueces, defensores de Derechos Humanos, miembros de la Fuerza Pública, un Procurador, un Gobernador, dirigentes sindicales, profesores, activistas sociales y muchos más.    

El desfile diario de noticias sobre homicidios comunes, sobre el asesinato de líderes sociales, sobre amenazas a dirigentes comunitarios, los hallazgos de falsos positivos, los ataques a los miembros de la Fuerza Pública, los feminicidios, las desapariciones, delitos que marcan altas cifras en nuestro medio, no produce dolor alguno ni rechazo institucional o social. Esas muertes hacen parte de la cotidianidad de una sociedad indolente que ya rompió los hilos de la convivencia y avanza a pasos de gigante hacia su desestructuración.

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Tampoco nos duelen los suicidios que se multiplican en esta región. Según cifras de la Alcaldía, en 2019 se presentaron 170 suicidios en Medellín y hubo 2.477 intentos, especialmente entre jóvenes de 18 a 28 años. Cifras de la Personería de Medellín indican que este problema cobró la vida de 161 personas en 2018. Cuando estos hechos ocurren en espacios públicos, la curiosidad desmesurada y el morbo de fotos que se difunden por redes sociales y cadenas de whatsapp, demuestra nuevamente la carencia de empatía y de valores como solidaridad y caridad con las víctimas y sus familiares y allegados.

La tapa de la insolidaridad y del desprecio hacia la vida de los otros, la pusieron el pasado lunes 2 de marzo quienes censuraron públicamente a quien, asediado por quien sabe qué fantasmas, madrugó a quitarse la vida en la vía férrea.

Sin duda, estas reacciones tienen que mover a la sociedad y a las instituciones a buscar remedios para enderezar el rumbo, para que la vida humana nos duela y nos merezca el máximo respeto.

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