Pero cuando la soledad se da por temor a la muerte el alma da un vuelco hacia la necesidad de respetar a los demás, de amar al prójimo.
Las cosas van perdiendo importancia y se acentúa la necesitad del contacto, de la charla, del tropezón en la calle, del desconocido que te cede el paso, del deambular en las librerías buscando un libro cuya existencia desconocemos, de tomar el café con el amigo de siempre, de besar a los hijos y a la nieta, de sentirnos nadie en el bullicio. La soledad tiene sus ventajas, nos llena el vacío de la vida vacía y nos conecta con el espíritu propio depuesto por las vanidades del mundo, por las falsas necesidades, por el afán consumista de ser mejor que el resto del mundo, por todo lo que nos aleja de las cosas buenas de la vida y de Dios.
Solos, aislados, rodeados del silencio producido por un profundo temor a la muerte, viene a la memoria un tumulto de recuerdos, de redescubrimiento de talentos, de ganas de leer el rimero de libros aplazados tal vez, como bellamente lo dijo un columnista, con la esperanza de que la vida siempre alcance para despacharlos todos. Mirar las fechas de inicio y terminación de la lectura de un libro, es otra de las posibilidades y esto hace pensar en su origen, en si se recuerda el texto o simplemente se olvidó; y de ese ejercicio de repente salta la vieja foto o nota y se desborda la nostalgia.
Para bien o para mal, hay recuerdos suficientes para el resto de la vida, o hasta cuando la lucidez lo permita: para bien porque hubo momentos y afectos que hicieron que la vida valiera la pena; para mal porque los remordimientos pueden afectarnos hasta la locura. Hay formas de deshacer las malas acciones con el perdón obtenido o tratando de remediar el sufrimiento irrogado. En la soledad se pueden hacer inventarios, listas de propósitos y propósitos de enmienda; pero cuando la soledad se da por temor a la muerte el alma da un vuelco hacia la necesidad de respetar a los demás, de amar al prójimo.
Crisis como la que vive la humanidad, por la amenaza de exterminio, nos vuelve buenos a todos por necesidad, por responsabilidad social o por negocio. El mundo entero renuncia a los placeres y las ganancias, para asegurar la supervivencia. El futuro develará las intenciones de cada uno, pues si alguien se atreve a pedir exenciones o rebajas por lo dado, estará demostrando un corazón convenenciero, sin lugar a la compasión y la solidaridad. El colectivo reunido en el Estado no podrá prescindir de recursos, pues la crisis nos toca a todos. Que la norma excluya los actos del corazón de los beneficios fiscales.
Es el momento de encontrar el camino de la fidelidad con uno mismo. Hay que abrir honestamente el baúl de los recuerdos para desechar los rencores y las animadversiones; para pedirle perdón a la amiga perdida por la intervención de algún iscariote, y a la que la soberbia no nos dejó acercar en cuarenta años. Es momento de agradecer las cosas buenas de la vida, la presencia de tantos ángeles que nos salvaron del oprobio y la miseria, de tanto amor prodigado. Ahora hay que agradecer la guía de nuestros padres en la democracia, darle gracias a Dios por nuestros gobernantes y pedirle clemencia por esta humanidad penitente.