Kid Pambelé es el mejor boxeador colombiano de todos los tiempos. Llevó una vida de gloria deportiva pero también de decadencia y miseria.
La voz emocionada del recordado narrador Napoleón Perea llevó a millones de colombianos un acontecimiento hasta entonces único, inimaginable. Ya nuestro país había celebrado pocos meses atrás las hazañas orbitales de Cochise Rodríguez en el ciclismo y las medallas de plata y de bronce en los Olímpicos de Múnich 1972. Pero en aquel momento resultaba utópico soñar con un título mundial en el boxeo. No había antecedentes cercanos de tal magnitud, hasta que apareció Antonio Cervantes Reyes, Kid Pambelé, para alcanzar, puño a puño, el cetro en el welter junior de la Asociación Mundial de Boxeo (AMB).
Colombia celebró en la noche del 28 de octubre de 1972. Pambelé noqueó al panameño Alfonso Pepermint Frazer, entonces campeón mundial, en un combate celebrado en el Gimnasio Nuevo Panamá, de la capital.
“Colombia es campeón del mundo… Kid Pambelé es campeón mundial”, rugió Napoleón Perea cuando Pepermint Frazer besó la lona por tercera ocasión, en el décimo round. La magia de la radio le permitió seguir a todo un país las emociones de una pelea que quedó enmarcada entre las hazañas más grandes de la historia del deporte nacional.
La fiera rivalidad que existía dentro del ring contrastaba con la amistad que tenían ambos contrincantes por fuera. Así fue la historia: “Pepermint y yo nos conocíamos desde antes del combate, éramos amigos, nos conocimos en Venezuela, incluso compartimos el mismo hotel y hasta en algunas ocasiones convivimos en la misma habitación. Dio la casualidad que nos enfrentamos en Panamá y le gané allá, no era fácil pero llegué muy bien preparado. Saqué un gancho, un recto de derecha, conecté a Pepermint y se fue a la lona. Ahí vino la emoción porque llegó el título mundial”, evoca el mejor púgil nacional de todos los tiempos.
Más allá de su vida desordenada y reiteradas salidas en falso, Antonio Cervantes dejó una huella imborrable para el deporte nacional.
“Colombia nunca en el boxeo había tenido un campeón mundial -prosiguió-, fue algo grande, la pelea la transmitieron por radio, había muchos colombianos acompañándome pero la mayoría eran panameños. Después de la pelea disfrutamos del triunfo, se paralizó todo el país, así como en Venezuela, donde me querían mucho porque yo me hice allá”, recuerda con Cervantes, quien en diciembre próximo cumplirá 75 años de edad.
Fue el inicio de una carrera de éxitos, una montaña rusa emocional para el gran campeón, ya que, como ningún otro deportista colombiano de su estirpe, vivió jornadas de gloria y de abismos, que lo pusieron contra las cuerdas en repetidas ocasiones.
Tras conseguir el título le llegó todo lo bueno y también lo malo. En 1973, en su segunda defensa del título, venció en Venezuela al histórico argentino Nicolino Locche, con quien había perdido dos años atrás, en su primer intento por lograr la corona en el welter junior.
Retuvo su título durante tres años, con diez defensas exitosas y lo perdió en 1975 ante el puertorriqueño Wilfred Benítez por decisión dividida de los jueces en 15 asaltos. Benítez logró aquella conquista con 17 años de edad, convirtiéndose en el campeón mundial más joven de la historia, récord que sigue vigente. Lo recuperó en 1977 al vencer al argentino Carlos María Giménez. Lo revalidó seis veces, hasta que en 1980 lo perdió definitivamente ante el norteamericano Aaron Pryor. Ese año se retiró y luego reapareció en algunos combates, por problemas financieros. Ahí inició su calvario.
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Del júbilo al ostracismo
Antonio Cervantes nació el 23 de diciembre de 1945, en San Basilio del Palenque, un corregimiento del departamento de Bolívar, reconocido porque allí se produjo la primera rebelión de esclavos de América. Muy joven empezó su carrera boxística, alentado por su tío y padrino, Pablo Salgado, quien lo bautizó Kid Pambelé.
Llegaron la fama y la gloria acompañadas por las malas compañías, los vicios y los manejadores que lo vieron como una caja registradora abundante. Pambelé acumuló una inmensa fortuna pero nunca la supo administrar.
Derrochó a manos llenas, se quedó en la ruina, sin amigos y olvidado por un Estado que en su momento de éxito lo tuvo muy presente. El público que tanto lo amaba lo abandonó, harto de sus riñas y habituales salidas en falso.
Pero cualquier día cesó la horrible noche y Pambelé encontró en su familia a su fortín, la contención que tanto necesitaba para recomponer el camino y vivir desde hace varios años con un perfil bajo, lejos del ruido y del ambiente hipócrita y hostil que tanto lo acechó durante su etapa de deportista y años posteriores.